Siento utilizar una expresión tan bella en el título de una columna que trata sobre la mentira, pero es que con ella ha explicado muy bien Anne Applebaum la mente del colaboracionista, del cómplice intelectual del tirano, la mente cautiva de la que hablaba Czeslaw Milosz en tiempos de la guerra fría. Los tiempos no son los mismos, pero la seducción del poder se vuelve igual de arrolladora si se percibe amenaza de derrumbe. Cuando se ensancha la grieta entre la realidad y la propaganda, se impone la elección entre las ideas y la ideología, entre los ideales o el poder. Elegir lo segundo otorga alivio y seguridad, un sentido de pertenencia a algo más grande que resuelve los dilemas éticos. El primer sacrificio será la verdad.

Hace unos días Mario Riorda, experto en comunicación política, durante una clase en la UCAM, recordaba que gobernar es crear consenso, pero que muchos políticos fomentan el enfrentamiento sectario «como forma de construir identidad». Aunque hablaba desde Argentina, sus palabras definían lo que está ocurriendo aquí, donde los triunfadores son los extremistas que necesitan un enemigo para existir. En un ambiente de hostilidad en la política, los medios y las redes sociales lo que une a tu bloque es el odio al contrario. Sentir que perteneces a alguno de ellos ofrece protección frente al miedo. Y este es el segundo sacrificio, el diálogo.

Quizá la renuncia al consenso a través del diálogo ya no sea ni siquiera voluntaria, sino una consecuencia natural del olvido de todo aquello que nos une. Si fuera así, la lenta e imparable destrucción de todos los valores habría llegado a su culminación. Se lo decía a Riorda: no puede haber consenso cuando no queda ningún valor compartido, es decir, alguna verdad que estemos dispuestos a aceptar que nos une a nuestros adversarios. Solo quedan palabras vacías de significado. Pon a los extremistas a hablar de libertad o de igualdad y terminarán insultándose, con plena ligereza de corazón.

Por eso era de esperar que fueran las mentiras las que desnudaran a nuestros políticos y a sus cómplices que con tanta ligereza salen en su defensa desde los medios. Aunque no la mentira en sí, que siempre ha formado parte de la política, sino su impunidad. Cuando el político se atrevió a mentir y a persistir en la mentira con la convicción de que ya no tendría que rendir cuentas porque había desaparecido el valor compartido de la verdad y el diálogo, la democracia se convirtió en un sistema vacío. Y entonces el político descubrió que el objetivo de la mentira no era convencer sino atemorizar. ¿Qué corazón asumirá el riesgo de romperse?