Los hoteles nos necesitan. Igual que nosotros necesitamos a los hoteles. Yo le invito a que se aloje en un hotel. También a que se aloje en esta columna, que tal vez no es de cinco estrellas pero sí podría ser un confortable lugar donde pasar el rato del café. A eso aspiramos los columnistas. Aspiramos a tenerle a usted, lector, acomodado en estas líneas un pequeño espacio de tiempo en el que se olvide del mundo o, mejor, se indigne con él.

Yo en los hoteles nunca me he indignado, más bien he vivido cosas estupendas, como una luna de miel, una despedida de soltero, la resaca tras la fiesta de un premio literario o el descanso de un viaje transoceánico. Mis hoteles favoritos están en Málaga, Torremolinos, Marbella, Conil, Madrid y Nueva York, sin olvidarme de mis muy frecuentados Bilbao y Madrid.

Yo he pasado mucho miedo en un hotel de Amsterdam y creí que me moría en uno de Budapest. He reído mucho en uno de Berlín y lo pasé de lujo con mis padres en unos cuantos de Londres. Me atracaron en un hostal infecto de Tesalónica y en Constanza, pedí una pizza a la habitación y me trajeron a una señora en bikini. En un hotel de Florencia nos metieron a seis en una habitación de dos. En Palermo me quedé tan prendado de la vista, el puerto, el caos y la trasplantada fealdad en un bello paisaje, que escribí allí mismo en una mañana siete folios que luego perdí en una cena en Taormina, que es donde uno debe alojarse cuando va a Sicilia, y no en Palermo, que está en el otro extremo de la isla y tienes además que conducir mucho para ver Agrigento.

Hay que ir a los hoteles. A dormir o a sus bares. Cuando una amistad se forja en un bar de hotel ya la amistad se queda para siempre, dado que es una amistad art decó o minimalista o de cóctel de media tarde, que espolea la sinceridad. O sea, es indestructible. Basada en lo extraordinario. Estoy deseando volver a Las Palmas y a Granada, a París y a Praga, en uno de cuyos hoteles ambienté una larga escena de una novela. Había un piano en ese hotel, piano con casi un siglo, que tocaron astrohúngaros, nazis, estalinistas, celebridades y músicos anónimos que fumaban en boquilla. Una pareja de músicos decidió, después de leer el libro, viajar a ese hotel y conocer el piano. Y me escribieron y vinieron a verme fascinados.

Yo no tuve ningún mérito, pero vendí un libro y logré huéspedes para ese hotel, que no necesita de nadie y en el que el tiempo parece haberse detenido. No porque sea cutre, sí por el hecho de ser de estilo entreguerras.