Andres Tegnell, epidemiólogo jefe de la Agencia de Salud Pública de Suecia, admitió la semana pasada su enorme error de previsión con respecto a los efectos de la pandemia y la estrategia fallida que no ha podido impedir que el país escandinavo sobrepase los 4.000 fallecidos. Casi de forma simultánea, Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, en una pirueta argumental a la que la clase política ya nos tiene acostumbrados, proclamó con orgullo: «Viva el 8-M».

Que las manifestaciones del 8 de marzo sirvan para conmemorar la lucha por los derechos y la igualdad de la mujer ha quedado en un segundo plano en nuestros país desde hace algunos años. Las últimas convocatorias se han promovido bajo la ideología del feminismo anticapitalista. Los manifiestos de los convocantes se sostienen solamente en una novela de Orwell. Este año, los políticos de Ciudadanos, con Begoña Villacís a la cabeza, fueron expulsados de la manifestación. Un paso más con respecto a 2019, donde los llamaron 'fascistas' y 'putas'. Conviene recordar que la formación naranja es la única de los partidos mayoritarios presidida por una mujer.

Pero la derecha tampoco ha sabido encajar la exigencia social feminista. En lugar de reclamar un sitio en las políticas de igualdad, ha perdido demasiado tiempo desprestigiando una causa noble, por más que los radicales se empeñen en ensuciarla. Este año, el PP ha entendido que su lugar está en la reivindicación y que la pugna ideológica con Vox no debe alejarlo del centro y de la cordura.

Lo último que necesitaba el feminismo de este país, a medio camino entre la negación absoluta y la exaltación de quienes piensan que España es Arabia Saudí, fue un 8-M cercado por la pandemia. Porque el debate no debe situarse sobre la nobleza de la manifestación en sí, sino en lo oportuno de su celebración, teniendo en cuenta el contexto sanitario. Criticar la temeridad de la marcha, los empeños que el Gobierno (o los dos Gobiernos que coexisten) puso en esa carrera propagandística que fue el 8-M no convierte a la persona automáticamente en un machista opresor. Ni siquiera en un enemigo.

La identificación del Gobierno con el 8-M y la causa feminista es una jugada muy peligrosa que ya está generando efectos sombríos. A estas alturas es difícil no reconocer que el Gobierno manejaba datos suficientes desde principios de febrero para considerar imprudente cualquier tipo de manifestación. Iremos a los hechos porque es el camino más firme para argumentar: el 30 de enero se diagnostica el primer infectado en España. Ese mismo día, la OMS declaraba la emergencia mundial por coronavirus. El 24 de febrero, la OMS pedía a los gobiernos que se preparasen para una pandemia. En España, diez días antes, se había suspendido el Mobile de Barcelona. El Carnaval de Venecia había sido cancelado también. Italia confinaba diez pueblos y temía que la situación empeorase en cuestión de horas. Pocos días antes, el Valencia había ido a jugar a Milán, epicentro de la pandemia en Italia, con aficionados incluidos, sin ningún tipo de restricciones. El 3 de marzo, el ministerio de Sanidad estudiaba limitar actos públicos en los focos del virus. En Italia, el virus ya corría desbocado, con más de 1.500 contagiados. El tránsito aéreo entre los dos países aún seguía abierto. Durante las semanas previas, Fernando Simón manejaba informes de la UE y la OMS que desaconsejaban los eventos multitudinarios. El 7 de marzo, la Comunidad de Madrid decidió cerrar los centros de jubilados. Ese mismo día, a unas horas de la manifestación, el mismo Simón, con los datos en la mano, no creía conveniente desaconsejar la asistencia al 8-M.

El resultado lo conocemos todos. Ese 8 de marzo hubo un mitin de Vox en Vistalegre, partidos de fútbol y celebraciones varias. España no era consciente del peligro que ya dormía bajo la almohada. Pero el Gobierno sí lo era (es tarea del gobernante ir un paso más allá de su población) y en última instancia fue su responsabilidad impedir tanto el 8-M como el mitin de Vox. Disponía de datos suficientes que decidió ignorar porque en sus cálculos propagandísticos se creyó impermeable a los males que azotaban ya medio mundo. El PSOE y Podemos disputaban aquellos días la primacía del feminismo, en una disputa sonrojante donde se elaboró una ley con premura (había errores sintácticos y de índole jurídica), puesta en duda por el propio ministerio de Justicia y filtrada a la Cadena SER.

Que el Gobierno no actuase hasta la celebración del 8-M ya ha dejado de ser una sospecha. La ministra de Igualdad aseguraba, sin ser consciente de la grabación, que la baja participación de la convocatoria se debía al coronavirus, pero que no lo iba a reconocer. Y lo más grave de todo, reconocía que otros países europeos estaban tomando medidas 'superdrásticas'. ¿España no? Horas antes, el Consejo de Ministros casi al completo desfilaba pancarta en mano junto a una multitud.

Aceptar los errores a tiempo también es tarea del buen gobernante. El pecado original del 8-M está llevando a Marlaska, ministro del Interior, al límite de su prestigio y estirando las costuras de la democracia (y de paso las del funambulismo periodístico). En España, el Gobierno fue imprudente al no advertir de los enormes peligros que corrían los ciudadanos. Eligió el baño de masas. El eslogan y no el informe sanitario. Meses después, el daño es incalculable. El 8-M no fue el origen del virus, por supuesto, pero sí ayudó a propagarlo. Unas cuantas ministras pueden dar fe de ello. El ciudadano tiene la sensación de que no se actuó antes para no interrumpir aquella carrera ideológica.

La primera víctima del pasado 8-M fue el propio feminismo, ultrajado por los que evocan el origen del virus en la lucha feminista, como una Pandora moderna, y por aquellos que en su defensa olvidan que los derechos de la mujer no se deben utilizar ni para sostener las mentiras de un Gobierno.