Hay un hiato, un abismo, en los comienzos del cristianismo. Cuando leemos los evangelios sinópticos, escritos entre el año 70 y el 90 de nuestra era, y a continuación leemos documentos de principios del siglo II como Pastor de Hermas, Didajé, Clemente de Roma o Ignacio de Antioquía, vemos algo radicalmente distinto. Hay un aire que se ha perdido, los tiempos han cambiado radicalmente. Los evangelios reflejan un tiempo en el que Roma dominaba de forma inmisericorde el orbe conocido y oprimía a los pueblos colonizados como el judío. Este ambiente está presente en muchas parábolas, en las diatribas que Jesús tiene a propósito de los impuestos o con el mismo Templo de Jerusalén. Se trata de un ambiente de conflicto social, casi prebélico, en el que el pueblo judío está ante una intensa expectativa de intervención divina, expectativa a la que Jesús de Nazaret llama Reino de Dios. Este ambiente queda muy bien reflejado en los evangelios sinópticos, que no han podido sustraerse ni a los datos que las comunidades recordaban ni a los mismos textos que están en la base de los documentos a los que llamamos evangelios. Y todo esto a pesar de que los evangelios se escriben justo tras la primera guerra judía, cuando los grupos cristianos fuera de Palestina comienzan a separarse del judaísmo, llegando a crear un abismo tal entre ambos grupos, hermanos en su origen, que ya no se reconocerán como miembros de una misma familia.

Cuando el cristianismo se deshace de su origen judío y se instala en las principales poblaciones del Imperio, especialmente en Roma, debe afrontar una nueva realidad en la que desaparece la expectativa mesiánica tan presente en los evangelios sinópticos. El cristianismo se debe adaptar al mundo romano y los textos comienzan a perder la fuerza que caracteriza el mensaje original de Jesús de Nazaret. Este proceso lo vemos con nitidez ya en los Hechos de los Apóstoles, la segunda obra que escribió Lucas para contar cómo el cristianismo llegó de Jerusalén a Roma. Aquí tenemos ya, en su núcleo esencial, el argumento que Eusebio de Cesaréa expondrá a las claras en el siglo IV en su Historia Eclesiástica: el Imperio romano es el cauce utilizado por Dios para hacer prosperar el mensaje cristiano. He aquí la perfecta expresión del abandono de lo que supuso el mensaje de Jesús, crucificado como un subversivo por ese mismo Imperio. He aquí el motivo del abismo que comentamos. He aquí porqué es necesario desenterrar el mensaje de Jesús de tantos siglos de oprobioso abandono del impulso original.

La Iglesia debe repensar su ser en este mundo desde la perspectiva que vemos en los evangelios sinópticos, desde la propuesta de reconstrucción de un mundo en el que la injusticia y la opresión impiden la vida digna de los últimos y descartados. La Iglesia ha de reformularse desmontando casi veinte siglos de construcción de un orden clerical, basado sobre los dos pilares del patriarcado y el orden imperial establecido.