Es sorprendente la mala suerte que están teniendo los británicos desde que se fueron definitivamente de la Unión Europea a fecha de 31 de enero de este año. Como decía The Economist en su edición la semana pasada, la Unión Europea, por el contrario, ha tenido mucha suerte de que Gran Bretaña estuviera fuera del Club cuando ha habido que tomar decisiones solidarias con los países más afectados por el coronavirus,. En el caso de seguir influyendo en los destinos de la Unión, Reino Unido hubiera hecho lo de siempre: alinearse con los 'frugal four' (Holanda, Suecia, Austria y Dinamarca) para oponerse a hacer concesiones a los países del sur. Probablemente, su postura hubiera pesado mucho, hasta el punto de dinamitar el consenso promovido por el eje francoalemán.

Pero esa ha sido la voluntad de los británicos, decantada a favor del Brexit por el peso electoral y la participación numéricamente desproporcionada de pensionistas nostálgicos y xenófobos, que no dudaron en hurtar las oportunidades que ofrecía una supranación de 500 millones de ciudadanos a la gente más joven, dinámica y mentalmente abierta de su población. Como nacionalista europeo que soy (las otras identidades me la traen al pairo, francamente), lamenté la salida del Reino Unido de la UE pero de inmediato me deleité mentalmente con los beneficios que nos reportaría la salida de un miembro del Club que entró por envidia y sus intereses más pedestres, nunca estuvo cómodo y se salió porque no soportaba hacer las cesiones de soberanía imprescindibles para que funcionara correctamente.

Los analistas políticos han comparado el acuerdo de Francia y Alemania para crear un fondo de reactivación económica para el conjunto de la UE con un 'momento hamiltoniano', recordando el acontecimiento crítico que marcó el tránsito de la amalgama de trece colonias independientes en el Nordeste de América a un Estado Federal que impuso su liderazgo y dominio mundial sin competencia apenas siglo y medio más tarde.

Este momento, hay que concordar con The Economist, no hubiera sido posible con esos viejos mezquinos y gruñones que eran los británicos dentro de la Unión. De todas maneras, no era previsible que la cosa evolucionara tan mal para la estrategia de los partidarios del Brexit. Porque detrás de las chorradas como «la gente está harta de los expertos», había un inteligente plan económico y político de los herederos de Thatcher que consistía en convertir a Gran Bretaña en el caballo de Troya de chinos y norteamericanos para adueñarse de un mercado de 500 millones de europeos que supuestamente se iban a rendir desunidos y sin oposición al poder financiero de la City y a una industria reforzada por los capitales de sus nuevos compañeros de viaje. Por eso nos hemos hartado de oír la cantinela de fanáticos de que Europa necesitaba tanto a Gran Bretaña como Gran Bretaña a Europa.

¡Y una leche! Los negociadores europeos tienen claro desde el principio que no van a permitir un partido en un campo de juego favorable al equipo contrario. Barnier y los negociadores europeos están enrocados con razón en exigir un LPF ( levelled playing field, o 'campo de juego nivelado') y eso saca de quicio a los británicos y a su negociador en jefe David Frost, que parecen seguir convencidos de que los fabricantes de coches alemanes convencerán a Merkel de ceder en el último minuto a unos financieros y comerciantes que se comportarían en el mercado único como los piratas con patente de corso protegidos por Isabel de Inglaterra, llamada la reina de los corsarios por ese motivo.

A Boris Jhonson ya se le ha borrado la estúpida sonrisa de la cara con la que acompañaba esa promesa imposible que encandiló a los británicos: comerse el pastel y seguir teniéndolo, un dicho inglés que equivaldría a nuestro «sí es posible estar en la procesión y repicando», cosa que hasta el más idiota sabe que no es cierto. También se han encabronado los británicos esta semana con la amenaza por parte de los armadores franceses de boicotear el consumo en Francia de las pesquería británicas en el caso de que a sus pesqueros se les prohíba el acceso a los bancos del Mar del Norte. No tenemos noticias de los pescadores franceses, pero por estos lares sí conocemos muy bien a sus agricultores, y sabemos que no se andan con remilgos a la hora de boicotear los productos ajenos que intentan entrar en su país contra su voluntad. La realidad es que la fantasía de que los europeos se plegarían a los deseos de un sector que apenas representa el 0,1% del PIB británico y cuyos grandes empresarios son precisamente continentales, se está encontrado con la cruda realidad de los hechos.

Las cosas se torcieron para los británicos nada más empezar. Un factor que nadie había tenido en cuenta (así de frívola fue la campaña del Brexit) se convirtió en la llave para negociar la salida: la frontera física entre Irlanda, que permanece en la Unión, e Irlanda del Norte. Reino Unido tuvo finalmente que ceder y, al margen de amagar con saltarse a la torera ese punto del acuerdo de salida, ha prometido que instalará definitivamente controles aduaneros en el Mar del Norte.

También le ha salido el tiro por la culata al intentar apoyarse en un posible acuerdo con Trump para presionar a la UE. Los resultados de las elecciones de medio término en el 2018 devolvieron un Congreso dominado por los demócratas, lo que asegura un veto sistemático a cualquier tratado comercial que no esté claramente amañado a favor de los norteamericanos, Y por último está la baza China, la última esperanza de los conservadores británicos para restablecer al menos parte del 40% de exportaciones que se ponen en riesgo si no hay acuerdo comercial con la UE. Tan ansiado era el acuerdo con China, que el Gobierno de Boris Jhonson dio luz verde a la colaboración con Huawei en el despliegue en Reino Unido de la red 5G, cosa que enfureció sobremanera a los norteamericanos. Total para nada, porque la posición de Reino Unido en relación con los derechos democráticos de los ciudadanos de Hong Kong, ha enfurecido a su vez a los chinos. Si yo fuera británico y viera lo que está pasando, recurriría a la vieja y sensata plegaria: Virgencica, ¡que me quede como estoy!