Érase una vez un águila que oteaba el inmenso valle desde la atalaya rocosa de la peña negra. Sus tres aguiluchos tenían hambre y el chillido del macho era el aviso del relevo para que ella desplegara sus alas.

A los ojos del hombre, su porte es majestuoso, pero es sólo la imagen que forja su contemplación. De cerca, la silueta pasa a un segundo plano ante la perfección de su anatomía.

Las poderosas alas baten el aire para arrancar el vuelo. Las plumas remeras tienen cortes y emarginaciones en el vexilo para evitar las pequeñas bolsas de aire y hacer la trayectoria más limpia, y con la asimetría del estandarte puede corregir las turbulencias atmosféricas. Al volar, las rémiges primarias se despliegan como los dedos abiertos de una mano, para tocar el aire con tanta sensibilidad como las yemas de nuestros dedos sobre una superficie sedosa. Las secundarias son los alerones con que planea entre las distintas densidades de la bóveda celeste. Los plumones la protegen de las gélidas temperaturas de las altas capas y las coberteras o tectrices la impermeabilizan de la lluvia y la humedad.

Su visión tiene una amplitud de campo casi completa, con la configuración de sus ojos puede ver al frente de su vuelo al tiempo que fija la vista con la penetración de los mejores zoom fotográficos. La fóvea de la retina le permite distinguir la intensidad del color de tal manera que podría ver un pequeño mamífero oculto entre la maleza a dos kilómetros de distancia.

Antes de tocar el suelo, despliega sus alas y las plumas timoneras frenan la velocidad de ataque, para que las garras entren en acción; con una prensión fabulosa agarra el cuerpo de la víctima cortándole la circulación sanguínea, a la vez que le clava las uñas para inmovilizarlo. Con el pico corvo y puntiagudo ataca las partes sensibles de la presa y hurga en sus entrañas fácilmente.

Todo en ella resume la perfección de la naturaleza a través de una evolución de millones de años que la convierte en un cazador perfecto e implacable. En el dominio de los cielos de la península, el águila imperial ibérica es especie autóctona. La liebre y el conejo de campo son sus presas favoritas.

Pero hete aquí un virus microscópico que mermó la población de lepóridos hasta cifras catastróficas. La mixomatosis casi acaba con ellos y su propagación epidémica fue aprovechada deliberadamente en Australia para combatir la plaga que allí constituyen los conejos. Pero es en la península ibérica donde el águila imperial corre riesgo de extinción, porque ha desaparecido su plato de la mesa.

El poderoso animal es ídolo totémico de países, de pueblos y de casas nobiliarias. Hasta se adoptó como alter ego del evangelista San Juan. Pero todo se diluirá como el humo en el viento, porque el depredador perfecto se quedó sin presa. El virus microscópico se convierte en la ira de los dioses contra el apetito insaciable de la poderosa rapaz. Llega la hora del hombre, que antaño fue arúspice cuando vaticinaba el futuro en el vuelo del águila. Los etruscos sabían de aquellas artes adivinatorias y de ellos aprendieron los augures romanos, como aquel que dio nombre al campo Vaticano, donde hoy mora otro sacerdote que también habla con Dios.

Sólo el hombre es capaz de salvar al águila, sanando al conejo. Más si esta fábula has seguido, lector atento, sabrás que no fue inventada. Alguna moraleja puedes deducir, pues sigues atento la crónica de la pandemia. Permíteme que adelante alguna enseñanza: el equilibrio natural es precario y la acción del hombre, onerosa. Todos los seres vivos contribuimos a la salvación o la perdición de los demás, pero sólo el humano es consciente de la encomienda divina. De su juicio empírico en las herméticas artes adivinatorias, sea augurio o sea ciencia, será el futuro. Si ensoberbecido pretende emular a los dioses, el rayo de Zeus será invisible castigador de su osadía, pues lo que para él es inescrutable, resulta meridiano para la diosa madre Gea.

Pero si aún no encontraras el sentido de esta fábula, mira acaso esta otra historia que no es distopía. Era emblema de nuestra fortaleza otro tipo de organismo o sistema, pues nuestra sanidad patria así la llamamos. Cual rapaz predadora, era eficaz en el paliativo de la enfermedad. Con amplitud de miras, casi a todos llegaba, pues la salud de unos pocos también es de la comunidad. Pero he aquí que siempre adoleció de mala administración, pues lo público no suele perfeccionarse cual la evolución natural que Darwin contara. Terminó de perdernos el altivo orgullo. Así fue infectada de un virus maligno, la ambición desmedida del ánimo de lucro que privatizarla soñara; y otro no menos insalubre hábito, la desidia de aquellos que protegerla debieron.

España no es hoy espejo en que mostrar su sistema sanitario y el virus que nos atemoriza cual maldición divina, en evidencia nos pone en múltiples capítulos. Más también la solución está en manos humanas. Si algo hemos aprendido de la nefasta experiencia, exigir responsabilidad debiéramos a quienes dirigieron con mano negligente. Pero aún podemos más ciegos ser, tirar por tierra toda sensatez y buscar en las entrañas de los animales lo que no supimos ver en el vuelo de las águilas.