La Helena que inventó Homero es más dulce que la que bosquejó Shakespeare en Troilo y Crésida. El cínico Tersistes de la obra shakesperiana exclamó: «¡Y pensar que todo el pretexto es una puta y un cabrón!». Sí, una batalla de diez años por culpa de una infidelidad. El caso es que como ocurre con muchas niñas de pueblo que huyen a la ciudad, las figuras mitológicas gozan de una biografía confusa y contradictoria. Que si era hija de Zeus y Némesis, que si era hija de Zeus y Leda. El caso es que Helena parece que tiene algo de pato, de patito feo que se transforma en el cisne más guapo de toda la Grecia Clásica.

Y como ocurre con las niñas de pueblo, porque no hay que olvidar que Helena era también una niña de pueblo (en aquellos días Grecia era un pueblo; todavía estaba en proceso de inventarse la polis, que es la ciudad moderna) ocasionó una batalla entre dos pueblos que se disputaban su persona. En todas las verbenas de pueblo ha habido una rememoración involuntaria de la guerra de Troya, mozos del pueblo vecino han venido a flirtear con la Helena de barrio más guapa de la fiesta y han acabado en batalla.

La guerra acabó en una descomunal Troya ardiendo con un caballo muy grande preñado de soldados que se colaron tras sus murallas para culminar el evento bélico. Pero no nos interesa eso ahora. Lo que sí nos interesa es que durante los diez años que duró la contienda su legítimo esposo Menelao solo tuvo de Helena una imagen. Una imagen cada vez más borrosa e imaginaria. No hay que olvidar que en aquellos días de vino y aedos, de dioses, hogueras narrativas y mitologías sublimes no existían las cámaras fotográficas ni los vídeos familiares. Así que no es difícil conjeturar que el pobre Menelao mantenía con su esposa una relación virtual. Helena era una quimera, un sueño. Su rostro real perdió consistencia y se trocó por otro imaginado. La soñaba Menelao cada noche, y su deseo fue confundiéndose con la ira, con el hambre de venganza y con la muerte a los pies de la inaccesible Troya.

Cuando se acostaba con alguna bella hetera sometía su imagen al dictado febril de su fantasía, cerraba los ojos e imaginaba que fornicaba con Helena, una Helena cada vez más transformada, tanto que al final de la contienda se parecía más a la propia meretriz que a su amada.

Durante muchos años Menelao imaginó a Helena. Helena en la mente de él era una fugaz sombra, un recuerdo cada vez más tenue, que como el humo de una pira, en un holocausto a Artemisa se consumía y se transformaba en un espectro sin alas, en una diosa inconcreta, bella e incolora.

Helena, esa mujer que todos hemos imaginado alguna vez a través de los hexámetros de Homero, fue el sueño y el sostén de Menelao. La guerra de Troya se llama Helena y todos sus muertos en el Hades siguen soñando con la silueta de una mujer inventada.