Me entero por la prensa y por algunos conocidos que hay bastante personal que no quiere salir a la calle, que se mantiene casi en confinamiento. Suelen ser personas mayores que le han cogido miedo al Covid-19, pero también niños y chicos y chicas muy jóvenes a los que no les apetece salir puesto que no van a poder jugar con sus amigos al fútbol o tener otras actividades 'en cercanía' de las que solían disfrutar antes de la pandemia. Incluso veo a hombres por la calle con una clara falta de ir a la peluquería, algunos con la cabeza llena de trasquilones porque se han metido una máquina o una tijera ellos mismos, convirtiendo su cráneo en una cosa llena de calvas por un lado y greñas por el otro (estoy hablando de mí mismo), y es que, como me decía un amigo hace poco, lo de ir a cortarse el pelo es algo que le preocupa por la cercanía en la que ha de permanecer el peluquero.

Pero yo sí he aparecido esta semana por mi peluquería habitual y puedo asegurarles y les aseguro que en estos establecimientos toman todas las precauciones posibles, al menos en esta. Les cuento el proceso. Llegué a la puerta que estaba cerrada, llamé al timbre y una empleada vino a abrirme. Llevaba una mascarilla y una pantalla sobre el rostro como todos los demás trabajadores de la empresa. Me hizo ponerme sobre una pequeña alfombra, indicó que levantara los pies y echó un producto desinfectante en las suelas de los zapatos. Y pasé a otra alfombrilla. Allí me tomó la temperatura con un aparato de esos a distancia, y dijo que me pusiera solución alcohólica en las manos. Entonces me dio unos guantes y me cubrió los hombros y parte del torso con una especie de capa de plástico. Acabado todo esto, pude pasar a un sitio que estaba separado del continuo por una plancha de plástico y a 2 metros del siguiente. Las tijeras y demás herramientas que iba a usar estaban recién higienizadas. En ningún momento del proceso de corte de pelo, lavado de cabeza, etc. me tuve que quitar yo mi mascarilla. Cuando acabó, pagué con una tarjeta que desinfectaron antes de devolvérmela, me quité todo el plástico que llevaba encima, abrí la puerta con un protector en la mano y salí del establecimiento hecho un pincelico.

Escribo esto para animar a los que temen esa cercanía de la peluquería a que acudan si quieren, eso sí, con cita previa, para ni siquiera tener que esperar junto a otras personas. E igual con respecto a otras salidas, como las compras. En todos los sitios donde he entrado a comprar algo esta semana he visto que se cumplen las reglas establecidas para evitar el contagio. Los puestos de frutas y verduras en el mercado suelen tener una cinta que separa a la gente de los productos y solo los tocan los empleados. Llevo mi envase de alcohol en el bolsillo, y, cuando acabo de tomarme una cerveza o un café con un amigo, como ha ocurrido esta semana, me lo pongo en las manos, al igual que en cualquier momento que voy a entrar en mi coche, antes de tocar el volante. Y, al llegar a la casa, lavado a fondo de manos. No es difícil, oiga, y por qué no tomar las precauciones correspondientes, si es una cuestión de nuestra salud. Dejemos que algunos tontos se tomen esto a cachondeo, porque de esos siempre habrá, los de los botellones, por ejemplo, o los de las fiestas llenas de gente que piensan que están ejerciendo su libertad, pero lo que están haciendo no solo les atañe a ellos, sino a todos nosotros. Cada contagiado, con o sin síntomas, contagia a una media de tres personas, y cada una de esas a otras tres, y así sucesivamente. El virus sigue ahí.

Y hay que procurar que los jóvenes abandonen sus maquinitas electrónicas y salgan a la calle, a que les dé el sol y el aire, y a que se comuniquen con sus amigos de viva voz, aunque guardando las distancias, y no con los móviles o la Play cuando juegan en línea con otros.

Pero, recuerden, con todas las precauciones, pero hay que pelarse, y salir, y comprar y volver a la vida, coñe.