La industria cultural ha cambiado mucho en los últimos años, no sólo los procesos de producción y distribución, han cambiado también los hábitos, los gustos y las prácticas culturales. Lo primero que se ha modificado son los rituales de consumo cultural que identificaban gustos culturales con estatus y clase social ( Bourdieu, La distinción, 1979). Ahora en la sociedad globalizada y postmoderna los hábitos y gustos se han diversificado, hay variedad en el repertorio de prácticas culturales, eclecticismo en las preferencias y mucho omnívorismo cultural ( Peterson y Ken, 1996).

Para entender el nuevo gusto social tenemos que asociarlo a los cambios de las sociedades contemporáneas en las que se producen y circulan los bienes culturales. Un cambio importante viene del acceso a internet y a las tecnologías de la comunicación, que alojan gran parte de los contenidos y bienes culturales. Esto ha producido otro cambio importante en la fase de la producción y la creación, y es que gran parte de los bienes culturales que se producen se han vuelto evanescentes, fluidos, la cultura se ha convertido en un proceso que ha perdido solidez. Los productos culturales se crean, se lanzan al mercado en forma de experiencias y desaparecen con la misma rapidez. Da igual si nos referimos a libros, revistas, viajes, conciertos o programación de eventos, todo sucede con una rapidez líquida. De hecho, ya no hablamos de cultura si no de experiencias culturales, expresión que recoge bien la poca afectación que la cultura tiene en los individuos, alejada de aquella definición clásica de cultivo del alma que requiere tiempos largos de sembrado y desarrollo de capacidades humanas.

Lo efímero en la producción y el consumo va ligado a la pérdida de materialidad de los bienes, soportes y formas de distribución. Llevamos años notando un salto cuantitativo importante de las industrias culturales tradicionales a la inmaterial industria de la cultura digital. Las nuevas tecnologías desde el ipod hasta el ibook han desmaterializado contenidos: discos, CD, libros, películas, etc.

Estos nuevos soportes se corresponden con tendencias de consumo más eclécticas, menos estratificadas, ligadas a procesos contemporáneos de individualización del gusto y del consumo ( Bauman, 1988). Igual diagnóstico encontramos en las formas de distribución y exhibición de contenidos culturales. Pensemos en que para ver una película había que construir un cine. Y que la industria de Hollywood extendió su hegemonía por todo el mundo sin necesidad de conquistar ni un solo pueblo, únicamente construyendo 'sólidos soportes'. Los cines se convirtieron en medios a través de los cuales el imperio americano colonizaba otros pueblos e imponía su hegemónico Way of life. Sólo otro imperio, el Romano, tuvo una difusión cultural similar, los teatros y los circos albergaron los primeros espectáculos de masas. Durante muchos siglos de civilización occidental, la cultura se ha desarrollado ligada a formas arquitectónicas que alojaban sus contenidos materiales y difundían su visión del mundo: los teatros, las bibliotecas, las librerías, los museos, los cines, auditorios, etc?

Hoy es internet el espacio de los flujos, la arquitectura que coagula los contenidos y bienes culturales que producen las industrias, por él circulan libros, discos, películas, videos, salas de conciertos, obras de teatro, infinitos días de música, bibliotecas infinitas de inacabables pantallas. Y es capaz de reunir en un solo evento un número de espectadores mayor que cien circos romanos juntos; esto, sin duda, es una gran cambio, una revolución en la distribución y la difusión de la creatividad cultural.

Ya lo anunció Mc Luhan: «El medio es el mensaje». Las distribuidoras de contenidos Amazón, Neflix, Spotify, HBO, Moviestar+, etc. han disparado sus cifras de usuarios durante el confinamiento. Neflix declara 15,77 millones de abonados más desde que empezó la pandemia del Covid-19 y supera ya los 183 millones de abonados en todo el mundo. La cultura digital se impone, evidentemente la situación la propicia, el problema es si permitirá la convivencia equilibrada con la producción, consumo y distribución en soporte físico.

Este modelo de 'economía del contenedor' o economía ingrávida ( Rifkin, La era del acceso, 2000) en la que prima el formato sobre el contenido en la producción cultural, es propio de las plataformas digitales mencionadas que arrasan con el pequeño tejido cultural empresarial: librerías, productoras, salas de música, teatros, etc. actúan como grandes monopolios que empobrecen a las pymes culturales y son depredadoras con las condiciones laborales de sus trabajadores.

La desmaterialización de la cultura y la digitalización de sus contenidos está produciendo las mismas consecuencias que el virus, nos confina a las pantallas digitales, y nos hace perder comunidad y músculo social. Se ha hablado mucho de la multipantalla como la imagen que mejor relata la estética de la pandemia; es cierto, la multipantalla nos anuncia una humanidad con gran parte de sus vínculos sociales destruidos. Sin duda, esta es la conclusión más importante, el virus nos ha hecho avanzar décadas en el modelo de consumo cultural basado en la individualización. Pero la cultura se basa en el desarrollo de vínculos comunitarios y sociales que crecen a través de sus espacios y formas arquitectónicas: librerías, teatros, cines, centros culturales, museos, galerías? Conversar, ir a un museo, al cine o a un concierto son formas de desarrollar la sociabilidad, de compartir una emoción, de entender la cultura como un proceso que crea comunidad y sociedad.