Lo que nos gustaba de nuestra vida era la libertad. La teníamos tan asumida que apenas hablábamos de ella. Una vez conseguida se trataba de perfeccionarla y así se hizo generación tras generación. La libertad tenía sus efectos secundarios: desorden, cierta anarquía, suciedad, abusos, gritos, malos modales y muchos otros. Algunos no eran agradables, pero curiosamente era en ellos donde más se reconocía a la libertad.

También se la reconocía en la alegría, los espacios abiertos, los horizontes, el color, la felicidad. Cuando uno viajaba al otro lado del telón de acero volvía fascinado por la limpieza de las calles, la disciplina con la que se guardaba fila, el silencio en el metro, la exquisita educación, los uniformes. Salir de allí era como encender la luz.

Cuando descubrimos que lo que se llamaba el mundo libre tenía sus propias formas de opresión, más invisibles, sofisticadas y, quizá por eso, más difíciles de combatir, comprendimos el valor de la pequeña libertad: vive como quieras, haz lo que quieras. Nos hicimos más escépticos, menos idealistas. Tras el desencanto político y la resignación ante el poder del dinero, atrapados en esta burbuja de evasión y publicidad, al menos nos quedaba la ilusión de creernos libres. Era lo único que nos hacía diferentes, chabacana y bellamente diferentes. Ahora salgo a la calle y no la reconozco. Es la misma, somos los mismos, pero falta algo y no nos damos cuenta de lo importante que era. Es como La invasión de los ultracuerpos (esa película en la que roban el alma a las personas y las dejan como cáscaras vacías), cuando en la escena final todo es igual en la ciudad, pero todo ha cambiado: la gente camina en medio de un gran silencio. Lo que se ha suprimido es el dolor. Es decir, la libertad.

La última norma de los Gobiernos, que han descubierto el placer burócrata de reglamentarlo todo, afecta a la vida de los niños en los colegios: se prohíben los balones en los patios. Lo llaman la nueva escuela. Cada mañana, antes de salir de casa, los alumnos deberán tomarse la temperatura. En el autobús se sentarán en zig-zag y no podrán llevar auriculares, pelotas u objetos que puedan contener partículas del virus. Entrarán sin tumultos y unas rayas en el suelo los guiarán hasta la clase. En los aseos un círculo en el suelo indicará a los estudiantes dónde esperar su turno. Y en el patio todo parecerá igual, pero será como esas tardes de la infancia cuando en el descampado, a mitad de partido, se pinchaba el balón, la pequeña libertad.