Con pandemia o sin pandemia, cada vez cuesta más elegir una serie de televisión o una película para ver en casa. Uno da vueltas y vueltas entre las novedades, y nada. Muchos tienen ya dos o tres plataformas: Netflix, HBO, Filmin, Movistar, Amazon... Pero el resultado es el mismo. Casi todo lo hemos visto ya. O tenemos la sensación de haberlo visto. Esa sensación de que cada vez hay más oferta, pero menos opciones reales entre las que elegir.

La ambientación, la fotografía, la música, las interpretaciones... Todos y cada uno de los elementos aislados de una película o una serie son ya casi perfectos técnicamente hablando. Pero resultan tan perfectos como repetitivos, y absurdamente iguales entre sí. ¿Qué sentido tiene ver una película sobre los vikingos, sobre la Segunda Guerra Mundial o de ciencia ficción en la que la luz, los colores y la cámara que sigue a los personajes como un perrito faldero, son exactamente las mismas? ¿Qué sentido tiene ver la interpretación magistral de un actor o una actriz si su tersa piel depilada, su cuerpo y su forma de hablar son los mismos sea un campesino, un narcotraficante o la reina de Inglaterra? ¿Cómo puede ser que tanto las mansiones de la aristocracia decimonónica, como las casas de entreguerras o los pisos de la actual clase trabajadora resplandezcan siempre tan limpios y ubicuos como un stand de Ikea? ¿O cómo es posible, en definitiva, que cuando vemos un drama sobre la desigualdad racial en Estados Unidos, el thriller sobre un asesino de jovencitas o una distopía social tengamos la sensación de que, en el fondo, estamos viendo la misma cosa?

Puede que no nos fijemos mucho en ese tipo de detalles técnicos; la música, el casting, la fotografía, la dirección artística... Pero sentimos sus efectos, porque la técnica cinematográfica produce efectos culturales y políticos. Cuando se toman siempre las mismas decisiones técnicas el resultado es el propio de una cadena de montaje, y el efecto que se transmite cada vez con más fuerza es que todo es lo mismo. La idea de que la historia de la humanidad es un conjunto de experiencias sucesivas pero equivalentes que vivieron personas como nosotros en un mundo hecho a la imagen y semejanza de nuestra sociedad actual. Y la idea también de que todas las experiencias de nuestra sociedad actual son en el fondo también las mismas.

El racismo, la guerra, el desamor, el feminismo, el futuro... Ya no son grandes temas que tal o cual director ha elegido para diseccionar en su última película. Ahora son tags, etiquetas, patrones de búsqueda que nos ofrecen un mundo envuelto en los mismos colores de celofán, gente guapa, música envolvente y sentimientos estereotipados.

Es cada vez más difícil encontrar películas, y no digamos ya series de televisión, que amplíen nuestra visión del mundo o de nosotros mismos. Han quedado recluidas en los festivales de cine minoritarios o en plataformas alternativas como Filmin. Aunque incluso en esos últimos reductos cuesta cada vez más encontrar nuevas propuestas.

Como lo fue Hollywood en el siglo XX, Netflix no es una plataforma de contenidos audiovisuales, es un dispositivo de redefinición de la realidad; una máquina de procesar, empaquetar y despachar nuestra memoria, nuestro presente y nuestras posibilidades de futuro. Todo lo que toca Netflix lo convierte en Netflix.

Miren por un momento a su alrededor; la realidad no tiene filtros, ni está limpia, ni nueva. La gente es maravillosamente fea. Observen con atención a su mejor amigo, al perro del vecino, nuestro dedo meñique del pie. Mientras Netflix no haga una serie de televisión sobre todo esto, aún hay esperanza.