A lo largo de la conocida entrevista de François Truffaut a Alfred Hitchcock, plasmada en el libro El cine según Hitchcock, hay una cuestión que surge de forma recurrente y significativa: la necesidad de 'llenar el tapiz'. La pantalla (el tapiz) es una urdimbre hecha con los hilos de la emoción; pero para hacer posible esta emoción no deben quedar huecos. «Siempre», dice Hitchcock, «he seguido la siguiente regla: no utilizar nunca un escenario simplemente como fondo. Utilizarlo al cien por cien. Por ejemplo, en Cortina rasgada Paul Newman va a una función de ballet. ¿Quién le descubre? Una bailarina en plena danza. ¿De dónde saca él la idea de gritar '¡Fuego!'? De un fuego escénico durante la representación. Tienes que conseguir que el escenario tenga una función dramática; no puedes limitarte a utilizarlo como fondo. En otras palabras, el escenario debe ser funcional. En la secuencia del avión fumigador de Con la muerte en los talones, el avión se utiliza para transportar el arma. Es decir, alguien dispara contra Cary Grant desde el avión; pero esto no es suficiente. Si lo estamos utilizando, entonces tiene que fumigar las cosechas. En este caso concreto, las cosechas son el escondite de Cary Grant. Así que no utilizo únicamente un avión fumigador con un arma. Eso no basta. Tiene que ser utilizado de acuerdo con su función real. Todo el fondo debe tener una función».

Lo dicho sobre el escenario puede extenderse en igualdad de condiciones a los personajes, cuyos rasgos no pueden ser neutros, sino que tienen que intervenir dramáticamente en la acción. El protagonista mirón de La ventana indiscreta es fotógrafo de profesión, y cuando al final de la historia debe defenderse del asesino al que ha espiado, lo hace con los flashes de su cámara, herramientas en definitiva propias de su profesión. No hay en un film de Hitchcock nada gratuito u ornamental, todo obedece a un propósito muy preciso, todo es deliberado y coherente.

Mientras Hitchcock plasmaba sus fantasmagorías en abigarradas imágenes que cruzaban el planeta, otro artista coetáneo, el holandés Escher, creaba litografías y grabados perturbadores, no tanto por su particular iconografía como por la inquietante relación entre dichas imágenes y el conjunto que integran. Maurits Cornelis Escher había iniciado estudios de arquitectura y en algún momento de su carrera, durante una visita a Granada, había estudiado detenidamente los patrones matemáticos subyacentes en la Alhambra. No estamos estrictamente ante un pintor, sino ante un explorador del espacio pictórico, un investigador de las formas, un geómetra y, como Hitchcock, un moralista.

En los grabados de Escher la tradicional distinción entre Figura y Fondo suele difuminarse y confundirse hasta desaparecer por completo. Como Hitchcock, Escher parece empeñado en no dejar un solo resquicio en sus obras, en cubrir el tapiz, de modo que al final de este arduo proceso de depuración, todo es figura (o todo es fondo, tanto da). Los peces que nadan en sus grabados no nadan en ningún mar concreto, el lugar de dicho mar lo ocupan peces idénticos que nadan en dirección contraria. El cielo de Escher carece de aire, pues el espacio se desvanece tras una infinita teselación de pájaros que cubren la bóveda celeste.

La misma ilusión óptica que con frecuencia nos aturde y desorienta en estas creaciones, nos sirve para reflexionar sobre aquello a lo que no solemos prestar atención por evidente, esas muletas que nos guían en lo cotidiano. Las extrañas escaleras de Escher, sin principio ni fin, pobladas de ominosas figuras que suben y bajan sin cesar, nos llevan a una completa desorientación. O nos sobresalta el vaivén de conceptos familiares como 'noche' y 'día', 'arriba' y 'abajo', 'dentro' y 'fuera', dualidades que de pronto permutan sus posiciones con la violencia de un columpio que abandona su balanceo monótono para dar un giro radical sobre sí mismo.

Así, pantalla y lienzo enmarcan mundos falsos e ilusorios, cuya imposibilidad el artista se encarga de desvelar ante nuestra mirada. «Yo no filmo trozos de vida», dice Hitchcock, «yo fabrico trozos de pastel». Partiendo pues de la más estricta iconografía realista, tanto Hitchcock como Escher dicen adiós a esa misma realidad, con sus leyes perspectivas y lógicas.

El tapiz obedece a sus propias reglas, que son las que hay que respetar e imponer al espectador, cuya mirada será secuestrada en el laberinto de escaleras interminables, de tumbas abiertas como abismos o historias envueltas en otras historias como cajas chinas, de bucles (esas manos de Escher dibujándose mutuamente) y espirales concéntricas que conducen hasta el vórtice del Maelström. Paradójicamente, desde la más estricta planeidad (en la pintura de Escher) o desde la placidez de una narrativa aparentemente convencional (en el cine de Hitchcock), surgirá ante nuestros aturdidos ojos una nueva e inesperada dimensión: el vértigo.