Su majestad divina, el Hijo del Cielo, veía con preocupación cómo crecían las víctimas de la peste invisible. Los arrozales se abandonaban, los ganados se recogían sin pastor; los recaudadores de impuestos encontraban aldeas vacías. El ejército, antes disciplinado, estaba viendo su capacidad mermada. Los generales se mostraban preocupados a causa de las crecientes bajas entre sus tropas por las continuas deserciones que debilitaban la defensa en las fronteras del norte.

Inquietantes noticias llegaban desde la provincia de Guo Shung, pueblos feroces y confederaciones de guerreros nómadas con sus familias, tribus subyugadas y ganados completos estaban en plena efervescencia. Los exploradores destacados informaban que a lo lejos, por la noche, los fuegos de campamento se movían constantemente y con una velocidad sorprendente.

De pronto, entre los numerosos pueblos de las estepas, se escuchó un rumor nuevo. Un pueblo desconocido venía, los xiongnu, quizá salidos de lo más profundo del infierno, sangrientos y crueles según fama jamás verificada. Por si fuera poca desgracia, ahora su majestad imperial añadía al miedo que le inspiraban los estragos de la peste las atrocidades de una invasión cuya amenaza parecía verse en el horizonte.

Y así ordenó convertir su reino en un Gran Bastión en el que personalmente y cada día pasaba la revista de las tropas más escogidas, renovaba el santo y seña, presidía los sacrificios para contentar a los dioses y sometía a la disciplina propia del estado de sitio a todos sus súbditos. Cada día esperaba la llegada de los bárbaros xiongnu, trazaba nuevos y mejores mapas de las estepas, sobornaba jefes de tribus y pactaba alianzas nuevas para aislar a tan formidables adversarios, pero tampoco los otros pueblos habían visto jamás a los xiongnu, esperaban su llegada en cualquier momento, suponían que su azote se uniría a la peste que también padecían pues el brazo de la muerte rodeaba la tierra bajo el cielo, y en la estepa ya no se escuchaba el galopar de los jinetes.

Progresivamente se agrandó el vacío de un desierto yermo de cuya horizontalidad apenas sobresalía el túmulo funerario de algún príncipe anterior a aquellos tiempos de catástrofe. Los servidores del Hijo del Cielo no mudaron ni de política ni de postura, esperando, esperando siempre a los xiongnu, buscando al enemigo invisible frente a ellos o aguardando la peste. Así endurecieron sus músculos, sus nervios y su espíritu hasta convertirse en un inerte pueblo de piedra.