Una vez superado el shock inicial por el que el confinamiento masivo no nos ha vuelto mejores personas, como todo el mundo con una mínima capacidad de raciocinio lógico sabía y entendía, nos abrimos paso hacia la nueva normalidad con nuestras nuevas personalidades.

Es curioso cómo estar inusualmente alejados en lo físico nos ha acercado cada vez más en lo emocional. No pretende éste ser un artículo sobre la nueva e imperiosa necesidad de hacer videollamadas hasta para preguntar cómo se le da la vuelta a la tortilla (consulta de primer orden para los recién emancipados), o que hayamos retomado el contacto con personas con las que probablemente no hubiéramos vuelto a hablar de no haber sido por un mutuo aburrimiento que ni Netflix es capaz de soportar.

En la nueva normalidad es evidente que no somos mejores, pero sí que somos más nosotros mismos. Hemos visto más series de las que nos gustan, hemos tuiteado más para jalear a los nuestros y, sobre todo, odiar al contrario; hemos escuchado tertulias de nuestra cuerda y hemos comprado más ropa y comida del estilo de la que llevamos y consumimos.

Precisamente por eso, porque en esta nueva etapa nosotros somos infinitamente nosotros, es surrealista pensar que nuestros hábitos de comportamiento van a cambiar. Hace unas semanas, en pleno arresto domiciliario nacional, pensábamos que sería inusualmente extraño poder volver a un bar, que íbamos a vivir con psicosis colectiva por si tocábamos un vaso que antes pudiera haber contaminado alguien, y que si salíamos a pasear y nos cruzábamos con un vecino en el ascensor nuestro instinto primario iba a ser rociarnos con lejía.

Semanas después de que salir a la calle sea una realidad, cada vez hay menos mascarillas en el ámbito no obligatorio, cada vez hay más aglomeraciones involuntarias que no se diversifican y reuniones masivas voluntarias que pasan desapercibidas. Si no fuera por el drama económico que subyace detrás, cualquiera diría que hemos vivido los dos meses más apocalípticos de la vida de la inmensa mayoría de españoles.

En ese proceso de asunción de que en realidad vivir este trauma no va a suponer nada tan especial como se aventuraba, que el Gobierno luche a contracorriente por la nueva normalidad es una quimera que debería rechazar con urgencia. La salud pública justifica que la desescalada sea ordenada, el miedo al rebrote normaliza que los colegios puedan seguir cerrados, la resistencia de nuestra sanidad pública y privada explica que se nos sigan coartando libertades de esta forma tan abrupta.

Pero, después de meses de sacrificio, con toda la prudencia posible, hemos de ser conscientes de que hemos vencido a la pandemia. O al menos, hemos empezado a hacerlo. Y cuando el virus sea una realidad residual como otras tantas enfermedades con las que convivimos sin confinarnos, la nueva normalidad es imperativo que se transforme en la vieja normalidad. Con sus colegios, con sus conciertos, con sus manifestaciones a favor y en contra del Gobierno, sus aglomeraciones, sus llamadas sin vídeo y, en definitiva, con sus libertades.

El coronavirus nos ha convertido en una versión hiperbolizada de nosotros mismos, pero la restricción de nuestros derechos no puede encontrar justificación en ningún miedo que, gracias al esfuerzo de todos, es cada vez menos real.

Va siendo hora de que recuperemos la libertad. La vieja libertad.