«Cierre la puerta al salir», le dijo Pablo Iglesias, vicepresidente segundo del Gobierno, a Espinosa de los Monteros en la Comisión de Reconstrucción en el Congreso, el pasado 28 de mayo. Sonreía como en los tiempos en los que vivía en un plató de televisión, mirada fija y la media sonrisa de quien tiene el micrófono y el poder. Fue un gesto que sintetiza hasta dónde hemos llegado. Hoy en día no hay nadie en España que mande más que él. Ha conseguido meter las narices en el CNI y las manos en el ministerio de Trabajo. Controla el favor de los sindicatos y los medios de comunicación públicos. Camina sobre la tumba del Régimen del 78, catalogando a Suárez de franquista, a Carrillo de traidor, a González de sepulturero y proclamando a los cuatro vientos que la democracia en España será con él o no será.

El hecho de que una persona como Iglesias haya alcanzado un papel tan relevante en la política española es un fracaso de nuestra sociedad. Desde que apareció en el panorama político, España es un país peor y un lugar más hostil. Además, atendiendo a sus declaraciones, parece haber llegado tarde a su cita con la historia. El revanchismo con el que se refiere a la derecha lo sitúa en una trinchera de odio poco conveniente para un país que vive el período de democracia más largo de su historia. Pero para Iglesias no es suficiente. Su guerracivilismo lo sitúa en los años treinta. Anhela aquellos tiempos donde resplandecieron los oportunistas y los sectarios, desde el fascismo que destruyó Guernica a las checas de Paracuellos.

Pero esto no debe sorprender al lector, y mucho menos al votante. El 26 de octubre de 2016, en la investidura de Rajoy como presidente, llamó a sus acólitos a rodear el Congreso, siendo él ya diputado. Manifestó con extasiado orgullo de líder que se «acercaría a saludar». Rodear el Congreso es algo muy serio que en España ha pasado de puntillas. La intimidación enmascarada en voluntad popular ya la hemos visto en acontecimientos infames del siglo XX y aquella masa irascible y alentada por el líder de Podemos subiendo la Carrera de San Jerónimo recordó a la triste Marcha sobre Roma de los años veinte.

El procedimiento se ha institucionalizado. Iglesias recurre a él cada vez que los vientos electorales cambian el rumbo de su hipoteca. En Andalucía, la noche del 2 de diciembre de 2018, proclamó 'una alerta antifascista' tras los resultados electorales que anunciaban a la derecha vencedora por primera vez. Durante toda la semana, incitó a miles de personas a bloquear la entrada del Parlamento Andaluz en Sevilla, en una muestra irracional de autoritarismo: alborotar las calles. Y los hay capaces de cumplir al pide de la letra las proclamas del amado líder. Nostalgias del 15-M.

Pero es injusto afirmar que el lodazal en el que se ha convertido la política española tiene solamente un culpable. Aunque desde la llegada de Iglesias, las opiniones enfrentadas se han polarizado hasta no poder encontrarse. No existe consenso posible. Y el líder de Podemos ha alimentado el fuego de todas las hogueras: no se ruborizó en justificar el mayor desafío que ha sufrido España durante aquel otoño de afrenta independentista de 2017. Lo escuchamos definir el 1 de octubre como una «manifestación política legítima». Acusó a Rajoy de «implantar un estado de excepción» y querer hacer de Cataluña 'una colonia'. Ha puesto en entredicho la democracia española tildando a los procesados catalanes de 'presos políticos', como si España fuese una dictadura. No duda en compadrear con Rufián y aquellos que más daño hacen a nuestra democracia, en Madrid y en Bruselas.

La lista de vejaciones al Estado es innumerable. El líder que rinde pleitesía a Bildu, considerando a Otegi hombre de paz es el mismo que hoy ocupa la vicepresidencia segunda del Gobierno. El mismo que en su juventud se 'emocionaba' mientras pateaban la cabeza de un policía nacional y que ahora necesita varias patrullas de la Guardia Civil para custodiar su casa. El que ha promovido escraches violentos y ha elevado la caza al político como deporte nacional. El que presume de democracia interna cuando ha desmantelado Podemos, purgado a la militancia crítica, desde Sergio Pascual, pasando por Bescansa y llegando a Errejón. El que dijo que había venido a la política para regenerarla y se presentó a las elecciones europeas, dimitió de su escaño a los dieciséis meses para ser diputado en el Parlamento español, como en una tómbola de cargos. Ha modificado ya tres veces los estatutos de su partido para poder seguir presidiéndolo, quitando el límite de mandatos, como en una satrapía persa.

Hoy en día no hay partido más cesarista que Podemos. Más que un partido es la extensión de su líder. Pero además, persigue el sueño de los cautivadores de serpientes. Pretende cambiar la historia y hacer pasar por héroes a los miembros del FRAP, un grupo terrorista de corte stalinista (sonroja recordar a estas alturas quién fue 'el padrecito' Stalin) que asesinó a seis policías. Como si en la lucha contra Franco no importasen los medios ni los límites.

No sé si Pedro Sánchez habrá encontrado por fin la serenidad para poder pasar las noches en paz. La mayor parte de los españoles vivimos inquietos sabiendo que tal sujeto es la tercera cabeza de nuestro Gobierno, aunque a veces parece la primera. Espero que los militantes del PSOE pongan fin a esta locura. Al menos podrían darnos la clave de cómo han podido conciliar el sueño durante todo este tiempo.