Tenía razón Antoni Tabucchi, el tiempo envejece demasiado deprisa. Por eso no tengo la sensación de que haya transcurrido mucho desde la última vez que volví a visitar algunos de los viejos bistrots parisinos de Maigret, ese comisario sensible al sabor de la endrina o a un vaso de muscadet. Son los mismos que le gustaban a su autor, Gerorges Simenon, uno de los más grandes y fecundos novelistas del siglo pasado. Hasta el punto que si tuviera que elegir una docena, figuraría entre ellos y, probablemente, si me viera en la dolorosa obligación de renunciar a seis de los mismos, y dependiendo del día en que me sometieran a tan dura prueba, seguiría figurando.

Pese a que hay siempre un París soñado, Simenon nos provee, a su vez, de sueños. Al igual que las viejas fotos cambian el color de los recuerdos, sus novelas imponen al pasado la tonalidad con la que creemos reencontrarnos al leerlas, escribió Marc Augé. Las letras viajan y hierven a fuego lento durante mucho tiempo. Nadie está seguro ya de cuántos libros escribió Georges Simenon, como tampoco nadie sabe con certeza con cuántas mujeres se acostó. Sostuvo haber tenido relaciones sexuales con 10.000. Fue corregido por su segunda esposa separada, quien aseguró que la cifra real eran 1.200. Manejaba buena información. Cuando vivían en los Estados Unidos, Denise y Georges iban a los burdeles juntos; a ella le gustaba conversar con las chicas del vestíbulo mientras él se dedicaba a follar. Cuando terminaba, si se lo estaba pasando bien, le animaba: «¿Por qué no echas otro, Jo?». Seguramente es una de las proposiciones más extrañas pronunciadas en la historia universal del matrimonio.

En sus novelas, las de Maigret y los llamados 'romans dur', hay también abundante sexo. Pero en la bibliografía del comisario, la actividad sexual tiene que ver con otros personajes, generalmente los criminales más relevantes. En su caso la sublimación está en la comida y responde a una plausibilidad psicológica: Simenon no era un buen cocinero pero sí, en cambio, crea el personaje de Madame Maigret para paliar ciertas carencias y, de paso, tener un cómodo colchón donde descansar de la severidad y la visión negra de las investigaciones del comisario, alternándolas con la rutina de la vida doméstica establecida. En gran parte, gracias a la buena cocina burguesa de Louise Maigret.

El comisario del Quai des Orfèvres no pierde ocasión de presumir delante de amigos o conocidos de las dotes culinarias de su esposa. Simenon, por su parte, la describe como una matrona pendiente de los fogones, mimando a Jules, que para el escritor belga es un bebé grande. Algunas de las recetas de la libreta de madame Maigret son un vigoroso ejemplo de la mejor cocina tradicional francesa, la preferida del comisario, un hombre, por otro lado, de apetencias sencillas pero exigente ante un plato de comida.

—¿Crees que vendrás a cenar? Lástima de almuerzo, había hecho unos caracoles€

Cada vez que no iba a comer casualmente había cocinado uno de sus platos predilectos. Al que se refiere Simenon en una de sus novelas es 'caracoles a la alsaciana', que se cuecen a fuego lento durante tres horas en un caldo, después de llevar a ebullición un litro de vino blanco, una zanahoria, dos cebollas cortadas a rodajas, dos escalonias, un manojo de hierbas aromáticas, sal y pimienta. Los caracoles se dejan enfriar y se sacan de sus conchas. Éstas se secan en el horno y se rellenan de una mantequilla que se prepara con la escalonia picada, perejil, sal fina y pimienta negra. En la mezcla se agrega la carne de un caracol por concha. Se ponen al horno hacia arriba hasta que la mantequilla espume. Lo ideal es acompañar estos caracoles de un blanco, a ser posible riesling. El recetario que mejor emula esta cocina, y del que ya escribí alguna otra vez, es el de Robert J. Courtine, que publicó hace ya bastantes años Ediciones B, con prólogo del propio Simenon.

Los grandes recuerdos culinarios del autor de Maigret circulan en sus cuatro direcciones. En primer lugar, Lieja, donde se crió; París, en la que transcurrió su juventud; La Rochelle y, más tarde, la Lausana de los grandes banquetes familiares en la casa rosa de la avenida des Figuiers, donde sus cenizas fueron extendidas a la sombra de un cedro del Líbano. Lieja es la ciudad de la memoria de su hijo más famoso, el verdadero terroir que alimenta, a la vez, dos cocinas. La del padre valón y la de la madre de origen holandés. El mejillón con patatas fritas y la olla a fuego lento. El hígado albardado con tocino y los matjees, los arenques crudos de los vendedores ambulantes. La achicoria con jamón, bechamel y patata, y los panqueques de harina fina y blanca. Estamos en Lieja, jamás hay que olvidarse de la cerveza blanca. Pero siempre surcando la dualidad de Bélgica o de Francia. Los lenguados de Dieppe y la mediterraneidad de los salmonetes a la parrilla. La caballa al horno, la sopa de pescado o las mouclades de La Rochelle frente a la bullabesa y los alioli del Mare Nostrum.

En París seguí los pasos de Simenon/Maigret hasta Chez Cécile, en la rue Vignon, pegado a la Place de la Madeleine, y al Au Petit Tonneau, de la rue Surcouf, al lado del bulevar Latour-Maubourg, en el distrito VII, donde se podían comer buenos caracoles, blanquette de veau, unos riñones de ternera insuperables con una salsa reducida de vino Madeira y un magnífico chateaubriand de charolesa. O hasta los bistrots elegantes y gourmets de la margen derecha: Chez Benoît, en la rue Saint Martin, actualmente con estrella Michelin; Chez Leon, en la rue Legendre o Chez Fred, en el boulevard Pereire, para comer uno de los mejores tartar de buey de mi vida.

No encontré la brasserie Dauphine, de donde el comisario se hace subir los bocadillos a la sede policial del Quai des Orfèvres, porque en realidad nunca existió. Es un caso más de Maigret.