Los norteamericanos andan divididos y enfrentados estos días en casi todos los campos. Incluso el uso de mascarillas, que se ha convertido en otro campo de batalla ideológico en el que los que las llevan se identifican como críticos con el presidente Trump y ven prohibida su entrada a determinados comercios regentados por partidarios a ultranza del dirigente político más divisivo en la historia de ese país.

Pero incluso en este marco de confrontación feroz por cualquier asunto, hay un consenso generalizado en la política americana y es que hay que pararle los pies a China. Eso se ve de forma evidente en los anuncios televisivos de cada una de las respectivas campañas, la de Trump y la de su oponente demócrata Joe Biden, en los que ambos compiten por demostrar mayor oposición y mayor dureza frente a los chinos y sus agresivos comportamientos de los últimos años.

De hecho, la situación actual solo puede calificarse de Guerra Fría, en la que el gran antagonista de Occidente no es la Unión Soviética, como en la Primera, sino la gran potencia China, destinada a superar el producto interior bruto norteamericano en términos reales (ya lo supera en términos nominales) dentro de unas pocas décadas. Y como en la Primera Guerra Fría, la confrontación se alterna con la cooperación en algunos asuntos específicos, algo obligado si se tiene en cuenta lo que China exporta a Estados Unidos y el interés del Tesoro Chino por mantener el valor de los bonos norteamericanos que guarda como reserva en cantidades masivas. Pero también hay enfrentamientos abiertos como el de la tecnología 5G, amenazas de confrontación militar como en Taiwan o en el Mar del sur de China y puntos calientes estos días que amenazan con alterar el equilibrio financiero mundial como en el caso de Hong Kong.

La posición de China dio un giro notable, aunque en aquellos momentos no se percibió como tal cuando, subió al poder Xi Jing Ping, un dirigente del Partido Comunista Chino de segunda generación, liberado de los complejos que atenazaban a sus antecesores, siempre pendientes de obtener la aceptación de los dirigentes mundiales que son los que debían permitir que China se convirtiera en la insustituible fábrica del mundo que es hoy en día. Gracias a esta aceptación acrítica e incluso entusiasta por parte de los dirigentes mundiales, especialmente de los Estados Unidos que vivieron como un éxito la derrota de la Unión Soviética en parte lograda por su pragmática alianza con la otra gran potencia comunista, China multiplicó su riqueza varias veces a partir de la muerte de Mao y sacó a casi mil millones de chinos de la pobreza convirtiéndose de paso en la potencia económica, militar e incluso tecnológica actual.

No nos engañemos. La confrontación actual con Estados Unidos por el desequilibrio rampante en la balanza comercial y por la amenaza que Norteamérica percibe en el liderazgo que ejerce una empresa china como Huawei en el despliegue de la red 5G, no se debe a un capricho más de esa especie de adolescente malcriado que ocupa la presidencia del país. Se debe sobre todo a que China, dirigida ahora por un duro nacionalista que se ha asegurado la permanencia en un cargo cuya duración estaba limitada a diez años antes de él, se ha quitado la careta de líder bonachón que solo buscaba estrechar relaciones armónicas con el resto del mundo con el fin de venderles sus mercancías a bajo precio. China se ha desvelado recientemente como una amenaza, no ya para sus ciudadanos que viven bajo un régimen de censura y de terror político como en el caso de la minoría musulmana uigur, sino para sus vecinos con sus iniciativas de dominio militar en las que no elude la confrontación directa. Así sucede, por ejemplo, con la construcción de bases en tierra firme ganada al mar con el fin de controlar el acceso en una zona, el mar del Sur de China, en la que la libre circulación está consagrada por el derecho internacional. Otro tanto sucede en la frontera norte de la India, en la que los escarceos militares recientes han provocado un centenar de heridos. Y, por supuesto, está la situación de Hong Kong, en la que China ha abandonado una posición de cierta resignación para pasar a la ofensiva obviando completamente su compromiso de mantener dicho territorio como una democracia plena al menos cincuenta años, que se cumplían en 2047. Y como Taiwan (una isla que fue el último reducto del ejército nacionalista opuesto a los comunistas y que se mantiene independiente en la práctica del resto de la nación China) está ofreciendo su nacionalidad escasamente reconocida y su refugio a los hongkoneses que lo soliciten, las amenazas se dirigen a ellos en términos que hacen creíble una confrontación directa en la que no sabemos la postura que adoptaría finalmente su gran protector, Estados Unidos.

Pero no solo eso. Ante el temor de ser culpados de la pandemia del coronavirus que se originó en su territorio, los chinos están repartiendo amenazas y sanciones a diestro y siniestro a los países, e incluso a la Unión Europea en su conjunto, que ponen en duda su comportamiento en forma de transparencia informativa a la hora de reaccionar ante los primeros brotes de la enfermedad y el comportamiento de las autoridades en los primeros días de su propagación. China se enfrentó abiertamente a Suecia y a Australia por pedir algo que finalmente los propios chinos han acabado por aceptar: que la Organización Mundial de la Salud lleve a cabo una investigación de forma independiente.

Los chinos deben ser conscientes de que su actitud les está granjeando muchos enemigos en un mundo que ellos son los primeros interesados en mantener adormecido en sus ansias de expansión y control mundial. Cada vez se habla más del acortamiento en las cadenas de suministro ante la constatación de que las fábricas chinas lo dominan todo. Incluso la Unión Europea está considerando tomar medidas para proteger sus empresas del asalto del capital chino interesado en controlar las industrias estratégicas y apropiarse de su knowhow.

Sobre todo China debería recordar la historia del siglo XX: Occidente es una civilización que aparece débil frente a las dictaduras porque evita la confrontación directa, pero que acaba ganando todas las guerras porque el amor por la libertad acaba justificando todos los sacrificios que se exigen a sus ciudadanos en el momento de la verdad.