Haré muchas cosas mal en esta vida, seguro; pero nada se podrá igualar jamás a mi falta de ritmo al cantar (bailando soy otra cosa). Y esto también es heredado, pues en mi familia se escapa solo, y por los pelos, mi hermana. Así que yo pude haberlo 'sacado' tanto de mi padre como de mi madre. No os imagináis el momento cumpleaños entre familiares, cuando en un grupo de cinco o seis personas tres somos de los nuestros. Damos vergüenza ajena.

En el caso de mi padre a esto se le sumaba su obstinación por cantar en inglés aunque no entendía ni una palabra, su pronunciación era toda inventada. Os podréis hacer una idea. Prometo que no exagero nada. Preguntad a mis amigas que aún recuerdo como cuando intentaba tararear una canción para ver si la conocían me pedían por favor que, mejor, la letra recitara. El problema no creo que esté en la voz, pues no es fea ni tampoco rara, es tan sólo que no soy capaz de dar ni una sola nota afinada.

Durante el embarazo, como a cualquier futura mamá, me asaltaban muchas dudas y preocupaciones y, aunque parezca ridículo, uno de mis desvelos era como acunaría y dormiría a mi bebé siendo totalmente incapaz de susurrar ninguna nana. En primer lugar, por el niño, porque no creí que en ningún caso lo disfrutara. Y por la necesidad de cantar en público que esto, a veces, irremediablemente implicaba. Ya que ésta no es una 'virtud' mía con la que yo me prodigara. Lo que por entonces desconocía es que el sentido del ridículo para una madre es algo que pierde la importancia que una antaño le daba.

Además, cuando nació el pequeño descubrimos que no sólo toleraba mi absoluta falta de gracia (cantando) sino que prefería dormirse con el sonido de la campana (extractora). Y aunque al principio nos resultó muy curioso, se trata del famoso 'ruido blanco' que con muchos niños funcionaba. Así que todas mis preocupaciones de embarazada resultaron, una vez más, completamente infundadas. Pero lo que nos sorprendió más aún fue la sensibilidad con la música que ya siendo tan bebé demostraba.

Creo que la primera vez que tuvimos constancia fue en Navidad cuando, con apenas dos meses, y estando en casa escuchábamos Campana sobre campana. El bebé en su hamaca apenas reaccionaba. Tras ésta sonaba El tamborilero. Y de repente el pequeño comenzó a hacer pucheros, aparecieron las lágrimas y, finalmente, insinuaba el llanto. Cambiamos la canción por Mi burrito sabanero y la tranquilidad a su rostro retornaba. Extrañados por lo ocurrido su padre volvió a probar con Adeste Fideles a ver lo qué pasaba. Una vez más, nuestro pequeño se entristecía y lloraba. Bromeábamos con la idea de que se impregnaba del sentimiento de la canción. No le dimos demasiada importancia pero éramos testigos, ocasionalmente, de que siempre lloraba cuando algo triste o melancólico sonaba.

Empezó el confinamiento y con éste los aplausos y música en el balcón y teníais que ver cómo bailaba 'el pequeño ratón'. Oía los primeros acordes, incluso dentro de casa, y sus bracitos y piernas ya meneaba. Empezamos a confirmar que nuestro hijo disfrutaba con la música. En Semana Santa, sin poder aún vernos, su tato (el 'hombre de los 70' del que hablé la semana pasada) nos envió una saeta tocada al violín, y al oírla se le bañaban los ojos de lágrimas y se entristecía su cara con pucheros. Su padre y yo no dábamos crédito a lo que pasaba. Un día, apostados en el balcón tras el aplauso, la vida nos concedía uno de esos momentos que se disfrutan desde las entrañas. Una vecina, Caridad García, directora del Orfeón Región de Murcia, entonó de forma improvisada con su maravillosa voz de soprano el Ave María de William Gómez. Y nuestro hijo, esta vez ante testigos y público, lloró una vez más.

Al bebé no sólo le gusta la música (Jorge Drexler es uno de sus favoritos y con el que más canta y baila) sino que sabe sentirla e interpretarla. No hay cosa que más ilusión me haga que pensar que será capaz de disfrutarla y crearla. Ojalá tocara el violín como sus primos: Raúl, de seis años, y Manuela, de 4 (la genealogía paterna también tiene buenas influencias: Daniela, con 12, toca la viola, y Patricia, con 10, la flauta traversa), y así yo pensaré que la maldición familiar de la falta de oído se acaba en mi generación. Y es que, incluso, para mi 'pequeño ratón', que aún ni habla, la música es un lenguaje universal, una vibración que nos eleva y que, sin lugar a dudas, nos educa y humaniza el alma.