Estamos a la cola de la cadena alimentaria de la cultura y la investigación. No siempre, y no en todos sitios, pero sí en el subconsciente colectivo.

Hace unas semanas, la prensa nacional se hacía eco del desastre añadido que supone para la Arqueología la crisis del coronavirus, y del ninguneo del Gobierno central en su primera acción de apoyo (= dinero extra) hacia el sector cultural. La noticia no es tan preocupante en las formas (las competencias de Patrimonio están transferidas a las Comunidades autónomas, de las que dependen, junto a Diputaciones, Ayuntamientos y Universidades, el grueso de subvenciones y proyectos) como en el fondo. Los políticos difícilmente se dejan fuera algo que de verdad interese o preocupe a muchas personas (o al capital).

El problema, o uno de los problemas, es que una parte de la sociedad ve nuestro trabajo como un hobby o un pasatiempo (y benditos sean todos ellos y su entusiasmo, al menos no nos incluyen en el grupo de los parásitos de la subvención). Pareciese que ya estamos pagados por la suerte que tenemos de dedicarnos a esto (de aquí nace un segundo subgrupo: el de compañeros que miran a otros compañeros con cara de 'tú de qué te quejas, con la excavación tan maravillosa que tienes'). Y la gente no se imagina la precariedad laboral e incertidumbre endémica que nos rodea. Tal es así que resulta hasta difícil calcular las pérdidas económicas que nos aguardan.

Nuestra actividad, acometida con tesón y entusiasmo por todos sus protagonistas (trabajadores autónomos y PDI de Universidad, estudiantes y peones, y unas jefaturas de servicio y técnicos públicos en su mayoría desbordados), se sostiene sobre pilares tan endebles, que no aguantan ni la más mínima perturbación en la Fuerza. Y no hablamos de cualquier cosa. Nos referimos al estallido de la burbuja inmobiliaria de hace una década y a una pandemia mundial devastadora. Herida sobre herida mal curada.

Si algo ha quedado subrayado con fluorescente estos meses es que la sociedad valora un oficio en la medida que le afecta. Tener razón no es suficiente. A las mareas blancas se las ha escuchado a posteriori, por las mareas de muertos. Y para muchos compatriotas (si no uso esta palabra reviento) los arqueólogos somos los que ralentizamos las obras del centro de sus ciudades. Ni siquiera nos podemos agarrar al hecho de que se está velando por el cumplimiento de la ley, porque ésta, de hecho (y Derecho), se puede cambiar: las medidas de agilización de la economía del Gobierno de Andalucía en pleno estado de alarma incluían el permiso de obras en el entorno de edificios considerados patrimonio histórico sin estudio previo.

Pese a todo, creo en la necesidad de redirigir el foco de atención de nuestro discurso, en positivo, desde el qué perdemos hacia el qué aportamos. Debemos esforzarnos en hacer pedagogía. La concienciación sobre el 'valor añadido' (en una de sus acepciones, la buena y que no ofende) de nuestro trabajo no se puede imponer (ni presuponer), porque se atraganta. Resulta fundamental una correcta comunicación y divulgación (qué difícil), sin caer en la llamada de atención facilona (estamos continuamente tentados a vender nuestra alma a cambio de la visibilidad de un titular). Debemos fomentar lo que hacemos, cómo lo hacemos, por qué y para qué lo hacemos. Tenemos que reivindicar nuestro papel no sólo como guardianes de las esencias, sino como motor activo del país.

Necesitamos cómplices que entiendan que la financiación en Patrimonio histórico-arqueológico no supone tanto un gasto como una inversión, que va más allá del servicio público y de la conservación, y que revierte en distintos niveles de la economía, con consecuencias en la esfera privada, en diversos negocios y empresas, y no sólo en términos de turismo. Porque para otros muchos españoles somos los que hemos colocado en el mapa a su pueblo de origen. Creamos marca, prestigio. Investigación, desarrollo, empleo y promoción del lugar en la España vaciada (mi querida Libisosa), pero también en nuestras ciudades (¿les suena Cartagena?). Del mismo modo, existe un modelo fallido, aquel que inaugura y si te he visto no me acuerdo. Y este último, lamentablemente, es el que algunos asocian al concepto de 'puesta en valor'. Lo de 'sostenible' es muy largo de explicar.

Independientemente de nuestros triunfos y frustraciones, creo firmemente en la Arqueología como motor de desarrollo perenne. Aquella que renueva constantemente las fuentes sobre las que construimos la Historia, el conocimiento, y el Patrimonio que lo revaloriza todo, sea o no cuantificable. No obstante, algunos colegas abogan, desde las universidades y desde hace algún tiempo, por frenar el trabajo de campo invasivo (= la excavación: si no se domina la técnica, la documentación perdida en el proceso es irrecuperable), bajo la óptica de que en tiempos venideros nos dotaremos de una tecnología superior que nos hará recuperar más información que en 'el presente' (sea hoy o mañana).

No estoy de acuerdo con ello y entrar a argumentarlo me metería en una paradoja temporal digna de Regreso al Futuro. Pero eso es otra historia.