Cuando entré en su clase por primera vez (segundo de carrera, era la facultad de Letras de Granada un sucedáneo de Mayo del 68) ya me había leído un par de poemarios suyos. No fue fácil conseguir libros de Miguel d'Ors. La mayoría de sus títulos estaban descatalogados y no había previstas nuevas reimpresiones. Mis compañeros y yo descubríamos sus poemas, sueltos y distantes en cualquier antología y lo comunicábamos al grupo como quien efectúa un hallazgo arqueológico. Un Fernando de Rojas moderno.

Recuerdo exactamente lo que sentí al leer por primer vez un poema de Miguel d'Ors. Se trataba de Es una cosa extraña ser poeta y yo todavía no estaba preparado para leer poesía. Quiero decir que para mí la lectura poética no era mucho más que el ritmo y la musicalidad, una época en la que Góngora, Quevedo, Garcilaso y demás corte celestial no pasaban de representar listines telefónicos aprendidos en el instituto para mayor gloria del sistema educativo. Y de repente, un poeta que me decía ver «al niño en los ojos del viejo». Continué leyendo confundido, tocándome la cara. Y aquel poeta me gritaba: «Es convertirse en tierra para entender la lluvia,/ es convertirse en hoja para saber de otoños,/ es convertirse en muerto para aprender la ausencia».

Entenderán ustedes que presentarse con 19 años en una clase de universidad tras aquel fogonazo era un asunto serio. Opté por una discreta tercera fila. Ni muy cerca ni muy lejos. El aura mediocritas que tanto gustaban los poetas latinos. El señor d'Ors apareció con un perfecto traje oscuro y una corbata burdeos. Durante un cuatrimestre estudiaríamos el Romanticismo español. En un primer momento lamenté que el profesor que más expectativas despertaba en mí tuviese que impartir la materia más pobre de nuestra literatura, pero la perspectiva del tiempo ha conseguido el milagro de valorar a los Esproncedas de turno como Virgilios. En realidad, el grueso de la clase estaba deseando dejar a un lado al Duque de Rivas y sacar a relucir Curso superior de ignorancia, libro por el que ganó en 1988 el premio de la Crítica.

Y el cuatrimestre transcurrió, con su otoño y su invierno. Leímos también Es cielo y es azul, otro de sus grandes títulos. Se sumaron pronto Hacia otra luz más pura y La música extremada. José María Camacho, profesor de griego tristemente fallecido, me proporcionó los títulos que me faltaban. Así descubrí que el señor d'Ors era un verso suelto de la poesía española. Un hombre cuya poesía era tan clara y sencilla que jamás la había leído entre las generaciones innumerables que pueblan nuestros libros de texto. Un poeta que se detenía en las flores de una carretera, en los riachuelos de Monfragüe, en una sinfonía de Beethoven. Sus poemas hablaban de una naturaleza que no era idealizada, pero sí hermosa y perfecta, tal y como se muestra cuando el hombre no está cerca. Una especie de panteísmo estético que reconcilia a la Humanidad a través de la observación y la lectura.

Y leí con especial atención un poema titulado Carta,de Curso superior de ignorancia. En él, la voz poética escribe a aquella amada que nunca conocerá porque las circunstancias lo han impedido: la mujer que llegó a la estación de tren justo en el momento en el que él acababa de marcharse; la misma que se sentó en el dichoso parque el día en el que él se quedó en casa. La mujer, en definitiva, a la que estamos destinados desde el nacimiento, cuyo amor se explica como un hecho místico, pero de la que nos es privado su encuentro porque el azar, no lo olviden, siempre juega en nuestra contra.

Luego llegaron otros poemas, al calor del próximo examen (era el profesor más temido, el más exigente). Uno de ellos hablaba de las vidas que no tuvo; otro de la infelicidad de los ricos, tan exacta a la de los pobres; otro del momento exacto del que se enamoró de la poesía en una librería de Barcelona; otro del destino amargo que esperaba a un poeta sevillano en un pueblo del sur de Francia llamado Collioure; otro de Jacques Brel; otro del tempus fugit en los tubos de Colgate acumulados en el baño; y así llegó el momento de la prueba, los nervios, no tanto a suspender, sino a defraudar.

El examen fue un mazazo: «El Romanticismo en Francia» (definitivamente el español no daba para tanto) y un comentario de texto del ‘dramatis personae de don Juan Tenorio’. Nada más. Y nada menos. Aprobé sin lucimientos, con tres faltas de ortografía que aún llevo clavadas y que me hicieron pasar el mayor ridículo académico de mi vida: ‘navidad’ (minúscula), ‘Venezia’ (el señor d'Ors me dijo que no estábamos en Italia) y ‘trasbase’ (y aquí no hay excusas que valgan).

No quiero que este artículo se convierta en un panegírico, si es que no lo ha hecho ya. Miguel d'Ors me enseñó que la poesía se esconde detrás de cualquier objeto, por muy mundano que sea, y que la belleza merece la pena ser elevada, separada de nuestra cotidianidad. Hoy en día sus obras completas las ha editado Renacimiento. Es un libro para leer despacio, con vino, whisky o agua. Sentado en un sillón, ante el fuego del hogar, en un autobús. Da igual el momento en que se lea a Miguel d'Ors. Su poesía va a seguir hablándonos de hechos que nos han sucedido, de sentimientos que tenemos refugiados en lo más profundo de nuestro ser, del miedo a la infinitud, que es una forma de morir. El señor d'Ors es el poeta de la soledad, que llama a las puertas de las muchedumbres. Una voz mística para una época que no respeta a sus dioses.