Cuando Ángel María de Lera publicó Las últimas banderas (1967), logró algo más que el Premio Planeta y consolidar a la guerra civil española como tema literario. Consiguió que su visión fabulada del final del conflicto me generase dudas sobre la continuidad de determinados símbolos nacionales. Por esta razón, me pregunto si dichos símbolos representan realmente a todos los hijos de nuestra nación.

A los que nacimos durante la Transición nos educaron en que los símbolos patrios son fruto del diálogo, el acuerdo y el consorcio entre todos los españoles. Sin embargo, actualmente hay quienes gritan «¡la bandera es de todos!». Y lo gritan a un monótono son de metálica percusión que impide pensar con claridad y silencia cualquier réplica o crítica. Tal vez sea cierta la frase de Pérez Revete: «Los estúpidos hacen tanto ruido que tapan la voz de los buenos». Lejos de pretensiones maniqueas entre buenos y malos, así como de los ruidosos ecos de los paseos de aquellos que toman las calles haciendo de su capa un sayo rojo y gualdo, me paro a reflexionar sobre ‘nuestros símbolos patrios’, en especial la enseña nacional.

No hace mucho escuché una intervención del profesor Pedro Alberto García Bilbao en el Ateneo de Madrid reconociendo que «la primera bandera nacional de España es la tricolor, es la primera recogida en una Constitución, democrática o no democrática. La bicolor surgió como una enseña de la casa de Borbón, con la que esta dinastía marcaba sus posesiones en el Mediterráneo en el siglo XVIII, cuando aún no existía la nación española…».

Curioso origen el de ‘nuestra bandera’, con la que nos han golpeado muchas veces, mientras vivía Franco y tras su muerte. Es la bandera que siempre han llevado al Valle de los Caídos. Es la bandera de la plaza de Oriente. Es la bandera con la que entraban a detener a estudiantes en la universidades y bajo la que el recientemente desaparecido Billy el Niño y la brigada político-social ejercían su terror físico y psíquico. Es la bandera con la que irrumpen violentamente en presentaciones de libros, proyecciones de cine y con la cual se han manifestado contra algunos derechos sociales. Esa bandera ha golpeado a la democracia, con el águila de San Juan, con el escudo monárquico o incluso con el toro de Osborne. Fuera de nuestras fronteras la bandera tricolor luchó con los aliados y cada vez que se condecoran a españoles en Francia, Italia o Inglaterra es esa bandera la que ondea, porque la bicolor, con el escudo franquista, guerreó al lado de Hitler y Mussolini.

En las guerras de banderas pierden todos, porque nadie da su brazo a torcer. Las banderas son símbolos, símbolos que se ven más grandes que nosotros mismos. No obstante, son telas pintadas. Podrían ser cualquier cosa, pero cuando las aprendemos dejamos de pensarlas. Las veneramos y adoramos y nos sacrificamos por ellas en beneficio de la historia, pese a que dicha historia sea falsa.

Como dijo Napoleón, «si pintas un trapo de colores y le pones una música, la gente irá a morir por un trozo de tela». No debemos preocuparnos tanto de las banderas, para no olvidarnos de lo verdaderamente importante. Por mi parte, su utilización generalizada en uno u otro balcón, en paseos callejeros, en forma de pulseritas, tirantes, correas para perros, pegatinas para el coche o mascarillas antivirales, la desliga de su esencia original e indica un uso partidista e ilícito, lejos del estipulado por nuestra Constitución. En Alemania lo tienen claro, como prueba la retirada por parte de Merkel de la bandera de ese país a un miembro de Unión Democrática Cristiana en un acto político, por existir en ese Estado una verdadera conciencia de lo que significa la enseña de todos los alemanes.

Por tanto, yo sé a quién pertenece ‘la nuestra’. ¿Lo sabe usted?