Reside en el cuerpo de muchísimas mujeres un malestar casi permanente, que nos hace mantener una lucha interna inacabable. Nuestro cuerpo, independientemente de cómo sea, es percibido por nosotras mismas con demasiada frecuencia como susceptible de mejora, incompleto, defectuoso. Ni siquiera la Coronacrisis y la cuarentena han dado un respiro, bien al contrario: desde los distintos medios y redes sociales se proponían con insistencia durante el confinamiento diferentes modos de mantenerse en forma dentro de casa, influencers dando consejos, deportistas mostrándonos el camino a seguir, el camino a la felicidad que por lo visto reside en un cuerpo perfecto, si es que tal cosa existe, y para cuya conquista no es excusa un tiempo detenido, un momento de pausa como podía haber sido este encierro.

Nadie duda de que el deporte es salud y que es importante el ejercicio físico, a menos que se caiga en un exceso maniático que lo neurotice, dando toda la importancia al aspecto físico y ninguna al bienestar psíquico. En demasiados casos se vincula la felicidad al hecho de tener un (imposible) cuerpo perfecto y esto ocurre sobre todo a las mujeres, al cuerpo de las mujeres, un cuerpo que en la intersección entre patriarcado y capitalismo se presenta fragmentado.

Ha sucedido en todas las épocas, este malestar no es nuevo pero sí que adquiere nuevas formas conforme avanzan los tiempos. En el actual modelo patriarcal de dominación masculina la mujer es fragmentada física y mentalmente: se aprovechan las partes fáciles de consumir y se descartan, reprimen y/o anulan las partes incómodas. El hombre, sin embargo, es concebido como individuo integral: gordo, flaco, joven, viejo, infantil o maduro, su multiplicidad es aceptada como normal y conveniente.

Por el contrario, la mujer ha de ser: delgada pero con enormes pechos, con aspecto infantil pero con libido de adulta, joven eterna hasta un punto ridículo y a ser posible no muy inteligente, y si lo es, al menos que no se le note. Y, por supuesto, que no hable mucho (hay un regaetton cuyo estribillo dice: «quiero una mujer que no diga ná, ná, ná»). Se busca una muñeca con vida, irreal y moldeable. Es un modelo de mujer que parece el fruto de la proyección fantasiosa de un adolescente. Esta fragmentación causa a las mujeres que se someten a ese juego para triunfar un gran sufrimiento físico: operaciones quirúrgicas, dietas absurdas, gimnasio, rayos uva.

Y también sufrimiento mental, pues estar dentro de la norma supone renunciar a aspectos de crecimiento personal: se exige ser acrítica, complaciente, sufrida y sumisa. Es la mujer ideal tanto para el patriarcado como para el capitalismo, esa alianza nefasta: aniñada y con grandes pechos operados, grandes labios también operados, que obedezca y esté siempre lista para el sexo, que no discuta y que esté siempre guapa. Todas iguales como si viniéramos en un único envase, lo que se sale de ese calibre, color y forma es descartado, en una especie de fordismo aplicado a los cuerpos.

El sufrimiento es tanto para las mujeres que se ajustan a la norma (por los sacrificios que deben hacer para ajustarse a ésta) como para las que están fuera de la pauta, pues son puro material de desecho: gordas, mayores, con gafas, desgarbadas, planas, quedan fuera del canon del triunfo. Recordad: sin tetas no hay paraíso.

Se nos exige un enorme esfuerzo para estar físicamente a la altura de lo que se espera de nosotras, esfuerzo que sin embargo no se reclama a los hombres. Vemos muy a menudo a mujeres estupendas al lado de hombres que parecen orcos. Ellos pueden tener sobrepeso, años, canas, arrugas, y no pasa nada. A la inversa es inconcebible, en las mujeres es imperdonable no estar perfectas. Y por mucho que nos esforcemos, en nosotras siempre hay un error, un defecto, una desviación, algo que corregir: estamos en permanente proceso de construcción, como si estuviéramos inacabadas.