Eran tres jubilados a última hora de la mañana. Uno de ellos con la mascarilla en la papada. Ocupaban una de las tres mesas que había en una terraza a la sombra. Bebían cerveza y compartían una bandeja de gambas a la plancha. El de la mascarilla contaba que se había bebido una caja de vino durante estos meses y que se sentía más joven. Se había subido a la báscula en la farmacia y había crecido dos centímetros. «Llevaba los bambos puestos, puede que fuera eso».

«O que te mediste por la mañana, luego vamos encogiendo». «¡Tú vas a necesitar un coronavirus cada año!». Se reían y comentaban los precios, cómo unas cosas han subido y otras han bajado. «El cordero segureño estaba tirado». «Claro, no había mucha demanda de cordero». «A mí me soplaron dos pavos más por el whisky». Los tres estaban de acuerdo en que había que gastar en los bares. «Si no, esto no se levanta». «Yo he metido cien euros en la tarjeta prepago y me he dicho: esto me lo voy a fundir hoy».

Dentro del bar, el camarero desinfectaba la barra. La televisión estaba encendida, pero sin volumen. La imagen de tres ministros muy tiesos en sus atriles parecía de otra época, de otro país o, mejor dicho, de otra realidad. La gente ya está en otra cosa, intentando salir adelante y recuperar sus vidas. No escucharemos a nadie en la calle decir que salimos «más fuertes».

Haría falta hacer más trampas que medirse con los zapatos puestos para creerse la propaganda del Gobierno, por mucho que tape las portadas de los periódicos. Las caceroladas hacen ruido, pero no hacen daño, pues es la protesta que cualquier Gobierno puede esperar en momentos de tensión. Sin embargo, es peor la indiferencia. No es el enfado de la oposición lo que derriba Gobiernos, sino el desinterés de la gente corriente. Mientras los expertos cuentan los muertos, a ver si les cuadran los números, y los ministros mienten con el descaro habitual, la vida ya va por otra parte.

El presidente nunca ha entendido lo que el país necesitaba. No vio venir el virus y desde entonces solo le ha quedado que ver sus estragos. Vencido por el virus en la jugada más decisiva ha sido incapaz de liderar nada. Sus titubeos, sus contradicciones, su debilidad ante las presiones de sus aliados y sus anodinos discursos han puesto al descubierto su minúscula talla política.

Salimos más fuertes, dice. Ahora sabemos que la propaganda va sobre él mismo.