El año de la pandemia de Covid-19, durante el mes de mayo, fue visible en ambos hemisferios el cometa Swan surcando los cielos. No fue el único mensaje que enviaron los dioses inmortales desde sus empíreas moradas a los incautos humanos, criaturas de un día que con esfuerzo ganan su pan y con funesta alegría se lo roban mutuamente en querellas y guerras crueles.

Los astrónomos de aquellos días miraban al cielo, y aún más allá de él, para escrutar la actividad del sol, la evolución del carro incandescente tirado por sus corceles, y encontraron un descenso de su actividad, una fase de menor intensidad, como si el dios cargado de años sintiera un poco de desgana por contemplar el mundo girando alrededor de órbitas sabiamente trazadas durante milenios inacabables. Otro grupo de sabios, por el contrario, captaron en las corrientes telúricas de la tierra que el núcleo del planeta rotaba aceleradamente, sin saber por qué la morada del Hades se agitaba y en su frenesí el campo magnético de la Tierra se desordenaba desobedeciendo viejas leyes vigentes, al menos, desde antes del nacimiento del más antiguo de los dioses.

Por si estos indicios fueran pocos, iniciados en los misterios que envuelven a los seres vivos, venerables confidentes de la naturaleza en todo el mundo, indicaron que el reino animal estaba en desorden. Numerosos biólogos de distintas repúblicas del orbe confesaron a sus psicoterapeutas que habían soñado con una colmena incendiada por una mano desagradecida y un cielo cubierto de abejas que caían muertas al suelo extenuadas por una precipitada fuga.

A semejantes turbaciones y advertencias de los cielos, hay que añadir ahora la presencia de aves desde antiguo nunca vistas, y que creíamos extintas, como los avistamientos un cierto fin de semana del turbiñol, pájaro de mal agüero, habitante de aguas corrompidas y lagunas ponzoñosas. Esta criatura de las ciénagas según sabemos aparece periódicamente en momentos de grandes conmociones sobre las avenidas de las ciudades o encaramada a los mástiles de las banderas, en cuyas telas se envuelve y de las que se apropia para depositar en su tejido los huevos en época de cría. Lejano pariente de grajillas y cornejas, tiene una apariencia más seductora por sus vistosos plumajes rojos y dorados, aunque su canto es áspero y se asemeja a los bocinazos de un automóvil, frenéticos y desordenados, que preceden al momento espantoso de un choque.