iempre intenté no introducirme en las redes sociales, solo WhatsApp, y porque me mantiene en contacto con los amigos. Nada de Facebook ni Twitter, porque siempre me parecieron foros en los que cabe todo, sobre todo el mal gusto y el exceso verbal. Pero caí en la trampa y me dejé convencer por las 'bondades' de Facebook, aunque debo decir que, aunque muchas veces me sienta incómoda, no es menos cierto que me ha servido para darme cuenta del dominio que sobre las redes ejercen los extremismos, de lo peligroso de algunas intervenciones, del odio que pueden llegar a destilar.

Y solo se me ocurre preguntar: ¿Por qué? ¿Por qué en este país, después de tantos años transcurridos, desde la finalización de la terrible Guerra Civil, se continúa pensando que el que no es fascista es comunista? ¿Por qué en este país no es posible imaginar una derecha civilizada, que respete la manera de sentir de otros, sin verlos como enemigos, sin llamarles comunistas (toda la izquierda no lo es), y una izquierda, también civilizada, que no llame facha a cualquiera que no piense o sienta como ellos, porque tampoco todos los que no son de izquierdas son fascistas? ¿Por qué el enfrentamiento estúpido? ¿Por qué el odio sin sentido que solo lleva a la confrontación cerril? ¿Por qué el cainismo que subyace en nuestra sociedad?

Este país, como muchos otros, está padeciendo una de las grandes pandemias de los últimos años. Los grandes pueblos demuestran su grandeza ante las grandes tragedias que les lleva a unir sus fuerzas para superar esos momentos. Y eso llegamos a creer cuando, a través de las redes sociales, el sábado 14 de marzo, se nos convocaba a todos los españoles para aplaudir desde los balcones a los sanitarios que tan magnífica labor están haciendo en su lucha contra esta pandemia. El primer día, el plauso desde todos los balcones tuvo lugar a las diez de la noche; al día siguiente se mantuvo la cita, pero a las ocho de la tarde, con la intención de incluir a los niños en este acto que nos emocionaba, que nos unía, y que hablaba a esos niños de tolerancia, sin decir.

Esta iniciativa se mantuvo de manera interrumpida, pero fue decayendo al coincidir con la irrupción de las caceroladas de otro signo, como si aplaudir a los sanitarios tuviese algo que ver con un apoyo al Gobierno. Y sí, fueron decayendo los aplausos, a raíz también, de que, en algunos lugares, en mi barrio ocurrió, mientras que se aplaudía alguno lanzaba gritos de Arriba España, entre el silencio del resto, es cierto. Pero es cierto también que ese 'arriba' fue rompiendo esa sensación de unidad mientras los aplausos mitigaban su sonido y se acrecentaba el ruido de esas caceroladas imposibles de comprender para cualquier persona que no se sienta ni comunista ni fascista. Fue una manera burda de ir acabando con los aplausos, pero una manera que ha dado resultado, porque ante la pérdida de intensidad de esos aplausos, se terminó por convocarnos el domingo 17 para intentar dar un final digno a algo que nos hizo creer que éramos capaces de unirnos cuando este país esta sufriendo la peor crisis sanitaria y económica en muchos años.

Pero no, se hizo el silencio en los balcones, se apagaron las palmas, y creció el ruido de las caceroladas (hay que resaltar la diferencia de estilo entre una cosa y otra), a la vez que se sucedían manifestaciones que ponen en peligro la salud de este país, al que dicen amar tanto.

En su libro Estado de sitio, la poeta uruguaya, afincada en Barcelona, Cristina Peri Rossi, comienza con un poema brevísimo, pero suficiente para expresar el inmenso dolor que sentía al verse obligada a vivir exiliada fuera de su país: «Tengo un dolor aquí, del lado de la patria». Y lo recuerdo ahora porque, a muchas y muchos españoles que no somos ni comunistas ni fascistas, también nos duele este país nuestro, esta patria que parece no aprender de su historia.