Como un niño despreocupado que se ha saltado varias veces las prohibiciones más elementales y que ha vivido mimado, obediente solo a sus impulsos y al que ahora, de repente, se le imponen normas, obligaciones, deberes, límites y castigos. Así vemos a muchos hoy día cariacontecidos, tristes unos pero resignados; descontentos, con un disgusto reprimido, otros. Obedientes todos, a su pesar, del mandado lapidario, taxativo y lacónico que reza 'espere su turno'. Colas frente a las farmacias, a las puertas de los supermercados, frente a las pocas terrazas que van abriendo, peor aún, colas frente a los bancos de alimentos. Estrecha es la puerta que conduce a aquello que anhelamos, vigilada durante momentos interminables. Esperar, y saber que cada espera es una forma de ejercitar la paciencia y de familiarizarse con la humillación de no ser nada ni nadie, apenas una sombra sin nombre porque nadie tiene rostro cuando está detrás de una máscara intentando cruzar, pasar de un escenario a otro, terminar una transición o completar una fase del día.

Semejantes a una legión de hormigas íbamos de un lugar para otro, atareados, afanados, cumpliendo con el periplo de una vida constantemente itinerante, un poco frenética y andarina. Con tanto movernos de acá para allá no estábamos en realidad en ninguna parte aun pasando veloces por numerosos lugares y rincones. Lo llamábamos, estúpidamente, libertad. De forma abrupta llegaron confinamientos, hibernaciones y restricciones. Durante semanas, como a niños traviesos, no se nos dejó salir de casa por si nos portábamos mal y nos íbamos a jugar con otros niños sin permiso, como si el coco y el hombre del saco estuvieran ahí fuera, al acecho, adoptando la forma de una minúscula entidad microscópica semejante a un peligroso demonio que viajara de persona a persona. Cómo saber quién estaría ya contagiado, cómo saber quién podría ser portador asintomático de un virus mortal. Así que tuvimos que aprender, consecuentemente, a distanciarnos, a esperar el turno, a no abarrotar los lugares, a no ser invasivos en nuestras relaciones con los demás pues cada uno de nosotros, frente a frente, podría ser una amenaza para el otro. Por primera vez nos deteníamos, paralizados, frente a cualquier umbral como si hubiésemos sido hechizados.

Y ahora esperamos muchas veces delante de una puerta cerrada, cara a cara frente a un guardián. Lleva una máscara también, y por tanto carece como nosotros de identidad; se encuentra, sin embargo, revestido de la autoridad que le han dado los tiempos de emergencia y nos conmina a no pasar más que cuando su mano enguantada nos señale. Somos extraños frente al acceso hasta que se nos permita cruzarlo y más aún, somos potencialmente peligrosos. En una sola persona reunimos la condición de víctimas y verdugos por igual. Nuevos rituales de purificación y pequeñas abluciones limpiarán simbólicamente nuestras impurezas, mascarillas quirúrgicas cubrirán parcialmente el rostro para contener el miasma del cual somos todos posibles portadores. A la mancha de la enfermedad añadiremos el estigma de la pobreza si junto con el ocio perdimos también el trabajo.

No hay nadie sin mácula y todos hemos de esperar para entrar y para salir. Con cuánta razón nuestros antepasados temían a los malos espíritus de los umbrales y los accesos, las puertas y las encrucijadas. Quién sabe qué desconocidos seres albergan aquellos lugares que no pertenecen a nadie, lugares y espacios de indefinición que hay que señalizar y marcar a la vez que los dotamos de protección, de guardianes que nos impiden cruzarlos si aún no toca y que nos conminan a esperar.

Así la vida ha ido disminuyendo lentamente su ritmo, hay muchos que, de hecho, ya ni siquiera pueden estar en otro sitio que no sea una hilera expresamente formada para ellos. Cansados, se sientan, se recuestan y finalmente se extienden sobre el suelo inesperadamente cómodo, delicadamente maternal, que les abraza y recibe entonando una antigua canción de cuna que les cierra con suavidad los párpados.

Han esperado tanto, tanto, que ya nadie les aguarda a ellos. Han dejado de conversar o de elevar quejas y monólogos para pasar el tiempo, pasivos y pacientes, en silencio, sin rostro, nombre ni memoria, como sombras en el Hades, en una espera vacía, larga, eterna, silenciosa e inútil como un reloj sin manecillas.