Interpelado Pablo Casado por una periodista de televisión que le advertía de la incongruencia que entraña solicitar más gasto público a la vez que se insta a una bajada de impuestos a las empresas, el dirigente derechista respondió que esa menor presión fiscal reduciría los gastos de aquéllas y, en consecuencia, podrían preservar los empleos, con el consiguiente menor coste para la Administración en subsidios, liberándose así recursos para otros menesteres, como ayudas directas a autónomos y pymes.

Hemos conocido dos crisis fuertes en los últimos años, y la génesis y secuencia de las mismas desmienten por completo el razonamiento del dirigente del PP. La de 2008 se produjo por la explosión de una burbuja inmobiliaria que arrastró al sistema financiero. La de ahora se debe a que un virus ha obligado a echar las persianas. Una reducción de impuestos preventiva a los sectores afectados, antes de la crisis, no hubiera impedido que de un día para otro, en 2008, miles de albañiles, carpinteros, fontaneros, pintores y demás personal vinculado a la construcción se vieran en la calle, dejando de consumir en otro tipo de empresas y precipitando a éstas, a su vez, al vacío. En 2020, haber minorado, previa activación de las dotes adivinatorias, a los comercios la carga fiscal antes del 14 de marzo, no hubiera evitado el cese de su actividad y, por tanto, la pérdida de todos sus ingresos.

Una vez en el centro de la tormenta, la idea de Casado deviene aún más disparatada. Imaginemos un concesionario de vehículos que ha perdido clientela porque miles de autónomos y empleados de la zona, afectados por la pandemia, no pueden pagar reparaciones ni adquirir vehículos. Perdonar tributos a ese concesionario, si no factura mínimamente, no le resuelve nada: va a tener que despedir. Y aunque esa sangría se minimizara, la pérdida de ingresos de la Administración (por lo que deja de recaudar de compañías supervivientes) redunda en incapacidad para subsidiar el nivel de paro global y en reducción de la demanda pública, que resulta imprescindible para sustituir a la pérdida más que considerable de demanda privada. O sea, para mantener algún empleo en las empresas beneficiarias de una fiscalidad más laxa, se pierden bastantes más por falta de recursos para atender a los parados y garantizar el trabajo en aquéllas que dependen de los contratos con la Administración.

No, está claro que la propuesta económica estrella de las derechas, exonerar de sus obligaciones con Hacienda a las rentas más altas, no se atiene a criterios de racionalidad económica y sentido común. Es un posicionamiento estrictamente ideológico, que goza de gran predicamento entre las élites españolas, acostumbradas a pagar, desde siempre, menos al fisco que sus homólogas europeas.

Por eso salen con vehemencia, desafiando irresponsablemente las normas sanitarias vigentes, a las calles de sus barrios adinerados: quieren preservar sus privilegios. Y éstos están amenazados en estos tiempos del Covid19, porque si hay algo claro y comúnmente aceptado, transversal a buena parte de los distintos posicionamientos políticos, es que viene una etapa nueva caracterizada, esencialmente, porque el Estado ha de afrontar dos colosales tareas: salvar al sector privado y reforzar sus propios servicios públicos, sobre todo la sanidad.

Eso requiere de un importante esfuerzo colectivo, al que cada cual habrá de aportar en función de sus posibilidades. O sea, que los señoritos del Barrio de Salamanca no sólo no verán reducida su contribución a la tarea común de sacar a flote este país, sino que habrán de incrementarla sustancialmente. Y por ahí no pasan.

Es entonces cuando se plantean la cuestión de asaltar el poder y derrocar al Gobierno; todo en nombre de España, claro. Porque España son ellos y sus posesiones, dentro de la concepción catastral que tienen de la patria: ésta no es otra cosa que su finca, un territorio de su propiedad del que extraer valor, parte del cual repatrían a paraísos fiscales.

España se va a reconstruir y transformar a pesar de estos insolidarios y egoístas.