No es habitual ponerse a ver un documental de Netflix sobre una técnica que puede condicionar el futuro de la raza humana y encontrarte de pronto con las salinas de Santa Pola y un afable señor de Elche. Por lo que vas descubriendo cuando el metraje avanza, este personaje llamado Francisco Juan Martínez Mojica tuvo un notable papel en un desarrollo científico que alguien ha comparado con el descubrimiento del fuego por el poder prometeico que ha puesto inopinadamente en nuestras manos mortales.

Había leído un artículo hace unos años sobre Juan Francisco Martínez Mojica, profesor titular de la Universidad de Alicante y Doctor Honoris Causa por la Universidad de Murcia, entre otros meritorios reconocimientos por su labor científica. Y a pesar de que el redactor del artículo no escatimaba en elogios personales para el protagonista de la historia y en adjetivos para resaltar la importancia de su contribución científica (entre otros el de encontrar un acrónimo para el asunto como CRSPR, brillantemente onomatopéyico pronunciado en inglés), siempre me quedó la duda de que elogios y adjetivos estuvieran mediatizados por el paisanaje compartido del autor, del actor principal y de los lectores a los que iba destinado el reportaje tratándose de un periódico local.

Pensé que sería como aquellas historias de portada a cinco columnas que te cuentan que un exótico cuñado de un vecino de Alhama estaba entre el medio millón de muertos del tsunami que acababa de azotar a Tailandia. Al final, es el ángulo local de la noticia el que predomina hasta el absurdo a veces en los medios locales, lo que no deja de tener su lógica comunicativa y comercial. Es lo que se llama ahora el long tail, o el predominio en las búsquedas online de la descripción específica por encima de la genérica

Por eso me chocó mucho (a riesgo de parecer un pueblerino papanatas que considera que lo que no está en Netflix no existe) ver a nuestro paisano desenvolverse con soltura y como un igual entre científicos laureados por el jurado Nobel o a punto de serlo. De hecho, este señor de Elche ha estado repetidas veces en las listas de preferencias para diferentes tipos de premios Nobel. Al final, otros se llevaron ese reconocimiento, lo que no resta un ápice al papel fundamental que jugó en esta trascendental historia.

Y tanto más cuando su contribución al magnífico documental de Netflix (presentado en marzo del año pasado en la Universidad de Texas) tiene todos los rasgos de una guion cinematográfico, con los desoladores paisajes de las salinas de Santa Pola como fondo dramático de los trabajos de campo que llevaron al sorprendente descubrimiento.

Porque cuando hablamos de avances disruptivos de la ciencia, pocos pueden compararse a encontrarse de pronto (es un decir) con una técnica que funcione con el genoma humano como un procesador de textos, con el que puedes situar el cursor en un punto determinado, seleccionar, cortar, copiar y pegar las secuencias de bases en las que está escrito su código. Y lo más sorprendente en este caso es que se esté pasando de la ciencia básica a las aplicaciones clínicas en pacientes reales en el marco de unas pocas décadas, un suspiro en relación con los tiempos normales entre descubrimientos científicos y su incorporación a tecnologías y herramientas capaces de producir resultados en el mundo real.

De hecho, el documental comienza con la historia de un chaval norteamericano que sufre la tortura diaria de un tratamiento para una rara variación de una dolencia relativamente frecuente que afecta a la capacidad de transportar oxígeno por parte de los glóbulos rojos de la sangre. La manipulación genética que permite la técnica CRISPR promete dar resultados efectivos para la prevención futura de esta dolencia y otras muchas que provienen de pequeñas alteraciones en el genoma heredado.

Las posibilidades de manipulación del ADN germinal, contenido en las células reproductoras de los seres vivos y transmisible a las generaciones futuras, son prácticamente ilimitadas con esta técnica. Tantas, que no es posible ocultar (y el documental no lo hace) los problemas éticos que se plantean a la hora de establecer límites para lo que se pueda o no puede hacerse dentro de un cierto código de corrección moral. Parece claro que esta y otras técnicas similares que irán surgiendo al hilo del descubrimiento original, serán utilizadas en el futuro para prevenir enfermedades devastadoras y hereditarias como la de las de los glóbulos rojos defectuosos que se cuenta en el documental y otras semejantes.

Tampoco hay duda de que siempre habrá creyentes que se atengan a su fe para aceptar lo que la lotería genética en forma de voluntad divina les depare. La auténtica duda y el cuestionamiento ético se planteará cuando seamos capaces, al principio serán algunos privilegiados y después todos nosotros, de decidir las características que tendrán nuestros hijos al nacer, sobre todo rasgos físicos, porque elegir los intelectuales de momento pertenece al reino de la ciencia ficción. No podía faltar en un documental que trata en definitiva de la eugenesia, una referencia a Gattaca, la extraordinaria película sobre una sociedad conformada por individuos cuya herencia genética ha sido liberada de enfermedades y defectos

De todo esto y mucho más se habla en Human Nature, que es el título del magnífico documental que puedes ver en Netflix. Son impagables las excelentes animaciones infográficas que nos muestran de forma didáctica (incluidos efectos crepitantes en la banda sonora coincidiendo con el momento en la proteína que hace de tijera corta la secuencia de ADN) cómo funcionan las cosas que se están contando a nivel celular y molecular. Cómo no se va a comparar con el mito prometeico (en el que el Titán amigo de la raza humana roba el fuego de los dioses para ofrecérselo a los hombres) cuando compruebas las posibilidades que se abren al poder reprogramar el código genético que la naturaleza utiliza para producir los seres vivos, de los más simples a los más complejos.

La historia de Juan Francisco Mojica, que encontró respuestas maravillosas estudiando las arquea, las formas aparentemente más simples y primitivas de la vida en este planeta, nos lleva a plantearnos también qué tesoros de la ciencia quedarán para siempre ocultos cuando nos cargamos un entorno natural por muy inerte que parezca. Tan inerte como, por otra parte, parecerían las salinas de Santa Pola a alguien que no haya tenido la suerte de ver este interesante documental.