Probablemente hayas pensado, amable lector, que este título hace referencia a una película de Tom Cruise, Demi Moore y Jack Nicholson, en la que éste pierde los papeles en una escena memorable clave en el desenlace. En su alegato alude a la peligrosa y fundamental misión del militar que guarda las fronteras del mundo civilizado y libre. El discurso sería firmado con puntos y comas por muchos de nuestros conciudadanos. Por eso te invito a recorrer una línea paralela en el tiempo, bastante más antigua, pero no exenta de la enseñanza de la Historia:

Atenas, finales del siglo V, en plena guerra del Peloponeso que la enfrenta a Esparta. Los hoplitas lacedemonios han asolado los campos de Ática y acampan frente a los muros largos que unen la ciudad con el Pireo. Los atenienses no se atreven a luchar en campo abierto con los disciplinados espartanos, no por miedo al enemigo, sino porque la elección del momento y el lugar es una ventaja notable. Epaminondas y su batallón sagrado aún tardarán un siglo en mostrar cómo se derrota a la falange mejor preparada de la Hélade. Además, tienen un enemigo en casa que es tan terrible o más que los espartanos que les esperan afuera. Una epidemia, probablemente de fiebres tifoideas, azota y diezma la población sitiada. Por las noches, las hogueras recortan la silueta de los muros y el olor a carne quemada inunda la ciudad.

Durante el día, Sócrates y Eurípides, más que probablemente amigos, pasean a lo largo de los muros, mientras comentan la penosa muerte de Pericles, víctima de la epidemia, que sume a la población en una depresión colectiva. Quien había sido arconte de la ciudad más luminosa de toda la Antigüedad, faro y guía, orador inmarcesible, yace ahora consumido por una plaga que se extiende como cólera de los dioses. ¿Es el castigo divino por la soberbia de un pueblo orgulloso que ha malversado el tesoro de la Liga de Delos? Levantar el Partenón a la mayor gloria de la diosa protectora de la ciudad, erigir en oro su estatua refulgente, tal vez haya sido el exceso, la hybris y ha llegado la hora de Némesis. Como argumento para una obra de Eurípides, podría ser válido, pero Sócrates pensará más en la insensatez de un pueblo capaz de condenar a muerte a sus mejores almirantes que, vencedores en la batalla naval de Arginusas, no habían podido salvar a los náufragos de las embarcaciones hundidas por un temporal repentino. El maestro de filósofos y ciudadano ejemplar era un hombre de aguda inteligencia y fina retórica. Podía detectar la necedad ajena con preclara lucidez y por esto se opuso a la condena de los almirantes, sin percatarse de que ello le granjeó poderosos enemigos que luego le acusaron de corromper a los jóvenes atenienses, la acusación por la que fue condenado a muerte en otro juicio para los anales de la historia negra de la justicia.

De aquella guerra del Peloponeso dio cuenta Tucídides, con tan hermoso estilo que ha pasado a los anales como el primero y mejor de los historiadores. De la inteligencia de Sócrates fue Platón quien la plasmó en sus Diálogos. Las tragedias de los tres grandes dramaturgos han llegado hasta nosotros en su mayor parte. Fidias es conocido por los frisos del Partenón requisados por los británicos y por los testimonios de los afortunados que contemplaron sus obras. De la sutileza e inteligencia de Aspasia y del gobierno de su amante, Pericles, es su epíteto el que perdura como un sello indeleble: la Atenas de Pericles. El ágora donde se reunía la asamblea ciudadana ha quedado en la imaginación colectiva como la prístina fuente de la democracia. La Iglesia se arrogó el nombre de aquella ecclesía. Las ruinas de la Acrópolis son el testimonio de una gloria que resplandece con tal magnitud que encubre su decadencia, la derrota en la guerra, la ignominiosa condena de Sócrates, la esclavitud de muchos de sus habitantes, la postergación de la mujer ateniense, las miserias de la oligarquía de los eupátridas, la sumisión de sus aliados jónicos y otras ignominias. Pese a ello, Esparta ganó aquella contienda tan bellamente contada, pero perdió estrepitosamente el juicio de la Historia.

¿Qué quedará de nuestra contienda vírica? La abdicación no resignada de una potencia, Estados Unidos, que renuncia al liderazgo mundial sin rebajar su soberbia, la ambición de la emergente China, que no duda en asentar su poder sobre las condiciones laborales miserables de sus propios trabajadores; y una Europa que no sabe que su mayor logro es la prosperidad de sus ciudadanos, que recorta cicateramente por no tener claro su lugar en el mundo. En medio de una guerra comercial, tecnológica y diplomática por la hegemonía mundial, se ha de pactar una tregua para librar otra confrontación tanto o más calamitosa: la de un virus tan desconocido como aquellas fiebres que asolaron la Atenas de Pericles. Como entonces, no se sabe muy bien si el enemigo está dentro o está fuera.

Nuestro problema es aún mayor: no hay nadie que pueda contarlo como hicieron aquellos prodigiosos griegos 2.500 años ha. No tenemos a un Pericles que, pese a todos sus enemigos, tenga la clarividencia para dirigir a su pueblo. Los grandes dramaturgos han sido sustituidos por guionistas de comedias bufas, que incluso llegan a gobernar países. Los eminentes filósofos, relegados al ostracismo de las universidades. Los esclavos, convertidos en precarios asalariados. Ni siquiera un discurso fúnebre que declamar, a la manera del gran Pericles, por una civilización que no habrá de perdurar. Los problemas siguen siendo los mismos, pero hemos perdido el relato y, por ello, el juicio de la Historia.