Hace unos días publicaba Miguel Hernández, en su blog El canal del funcionario, en LA OPINIÓN, un artículo titulado Terrazas llenas: Aulas vacías, en el que criticaba, entre otras cosas, la gestión de la consejería de Educación frente al coronavirus. En general estoy de acuerdo con muchas de las apreciaciones que vierte en su texto. Evidentemente, muchos son los errores que se han cometido (que hemos cometido) y como él mismo explica esta situación nos ha cogido a todos desprevenidos. Coincido en gran medida con sus observaciones respecto a la inanición de las autoridades educativas y que se podrían tomar otras medidas que no se están tomando. También es cierto, como él mismo señala, que algunos docentes han tirado la toalla, se han sentido desbordados y han caído en el desánimo o incluso en una profunda depresión.

Lamentablemente exponer la dicotomía 'bares abiertos/aulas cerradas' encierra una suerte de demagogia barata, construida con aforismos del todo a cien, que poco aporta al debate. A ver, en primer lugar si las aulas están cerradas no es porque se prioricen los bares (aunque es posible que sí) o porque los docentes haya elegido no trabajar de forma presencial ni porque las autoridades prefieran que los niños se 'teleeduquen'. Las medidas higiénico-sanitarias nos han obligado a tomar medidas drásticas y no podemos exponer al contagio a uno de los grupos más sensibles y vulnerables como son nuestros jóvenes sin tener un mínimo de seguridad.

Soy consciente del problema que supone para muchos padres hacerse cargo de sus hijos, pero hay que recordar que las escuelas no son guarderías sino centros de estudio. ¿Por qué nadie piensa en los socorristas de piscinas, en los pediatras o, por poner otro ejemplo más peregrino, en los dermatólogos para que se hagan cargo de los hijos cuando llegan las vacaciones (o una pandemia) y sí siempre en los maestros de infantil y primaria?

Como decía, estoy bastante de acuerdo en lo que el señor Hernández expone en su artículo; sin embargo, hay un momento en el que es evidente que no sabe de lo que está hablando. Dice, y cito textualmente: «Hay colegios, principalmente privados, que siguen dando sus clases vía telemática, prácticamente con el mismo ritmo pre-pandemia; en cambio, en la pública, hay profesores que se están dejando en el camino muchas horas de trabajo, y otros han decidido tirar la toalla y salir de estos dos meses como mejor se pueda, enviando semanalmente trabajos poco elaborados» ¿En serio? Es evidente (modo ironía) que el señor Hernández ha recorrido todos los colegios y sabe perfectamente que los públicos no se esfuerzan mientras que los privados siguen trabajando al mismo ritmo o más. Es evidente que el señor Hernández conoce a todos los docentes de la privada y a todos los docentes de la pública y sabe que aquellos trabajan cien horas al día (o más) y los de la pública se tocan las narices bajo la sombra de un ficus.

Resulta cómodo y fácil emitir juicios de valor simplistas, basados en prejuicios, y tirar por tierra el trabajo de cientos de maestros y profesores que se dejan la piel cada día. Resulta cómodo y fácil caer en el trivial y trillado mantra de 'funcionarios igual a gandules' sin más pruebas que una visión sesgada de la realidad. Con estos comentarios, piensa el columnista, me ganaré el aplauso de cientos de lectores que odian a los maestros de la pública porque, como son funcionarios, no trabajan y siempre están de vacaciones. Obviamente, es un artículo de opinión y no un estudio sociológico serio, pero sí que se espera, al menos, que el que colabora en un medio de información se documente mínimamente sobre lo que va a escribir.

Es evidente que el señor Hernández no tiene una idea cabal y coherente de lo que escribió, porque él mismo se contradice. En una parte escribe (y ahí tiene razón) que «no existe el más mínimo protocolo, cada colegio y cada profesor o profesora es un mundo». Sí, así es, cada colegio es independiente, dispone de recursos y medios distintos y de un alumnado también distinto y se debe adaptar a esta situación desde su propia realidad. Pero esto, como asegura el señor Hernández, no implica ineficacia ni inoperancia. Al contrario. La flexibilidad en la educación es uno de los pilares. La escuela inclusiva ha de ser abierta para atender desde la diversidad.

Además, y ya voy terminando, es obvia la contradicción del señor Hernández cuando habla de que cada profesor es un mundo. ¿Entonces, cómo es posible que él haya sido capaz de hacer dos, sólo dos, grandes y diferenciados grupos: el de los colegios públicos que no dan ni golpe y el de los concertados que se matan a trabajar? ¿No será más factible que haya maestros dejándose la piel en uno y otro lado y maestros que se han rendido también en ambos lados?

Otra inexactitud la encuentro cuando declara que los grandes perdedores son los padres y los niños. ¿Por qué no estamos dentro del grupo de los grandes perdedores? ¿Será que los docentes estamos en el grupo de los ganadores? ¿Qué hemos ganado?

Por último, el señor Hernández invita a los docentes a «asumir el cambio que se está produciendo». Porque, él lo sabe a ciencia cierta, no lo están haciendo. Los docentes se han quedado pasmados (al menos los de la pública). Otra muestra de su poco conocimiento de la realidad educativa. ¿Conoce el señor Hernández las modificaciones que hemos experimentando en tan solo sesenta días a nivel organizativo, técnico, curricular, pedagógico o metodológico? Le invito a que pase una mañana frente a la pantalla de ordenador de un profesor y vea cómo prepara materiales, realiza videoconferencias, graba vídeos, contesta mensajes y, encima, rellena informes y documentos para estar al día, no solo con su trabajo formativo, sino también con el exceso de burocracia que se ha generado por la situación.

No seamos demagogos ni caigamos en los maniqueísmos fáciles. Lo que menos se merece el cuerpo de maestros y profesores públicos es que, en esta difícil situación, se le humille y se menosprecie su labor.

Firmado: Un maestro de la pública.