En el duermevela, los ecos del televisor te traen la propuesta del vicepresidente Iglesias de establecer un impuesto a las grandes fortunas para remediar con el esquimo de sus ubérrimas ubres las miserias y padecimientos de los pobres. Bien dicho. Pero a renglón seguido escuchas sus mil inconvenientes en boca de unos y otros, cuestión zanjada por un exministro socialista que la considera ociosa, pues sabido es que los ricos no pagan impuestos. Tu gozo, entonces, en un pozo.

Sumido ya en el sueño, te llegan los sones y estruendos de la cacerolada que puebla las pesadillas recurrentes de tus madrugadas del confinamiento. Podrían ser los ecos lejanos de aquella con que los reaccionarios chilenos acosaban al gobierno de Allende, revenidos en tu subconsciente. Pero no, suenan más cerca: los armados de sartenes, cazos y cazuelas son los probos residentes del barrio de Salamanca, Pozuelo o La Moraleja, que probablemente nunca cocinan. Suceso inaudito. Rebelión nunca vista aquí en la larga historia de Villarriba y Villabajo, presidida siempre por la ley del embudo, porque ya dijo el Rey Sabio que en el mundo hay tres estados: el de los caballeros, el de los clérigos y el del pueblo llano, advirtiendo que los últimos «han de pechar y mantener a ellos». Es decir, el poder, los privilegios y la riqueza para unos y la servidumbre y las estrecheces para los demás.

Delante de ti pasan las imágenes medievales del señor y los siervos de la gleba y de los terratenientes y los mujiks de la Rusia zarista, y los mil casos de esclavitud que en el mundo han sido, y te llega el estruendo de la capitalista revolución industrial a hombros del lumpemproletariado. Y lo de ahora, con la brecha salarial, empleo vitalicio para los funcionarios y basura y temporalidad para otros trabajadores?

Y entonces sospechas que lo que en tiempos pasados se llamó servidumbre, esclavitud o desigualdad, ahora, por mor de la pandemia asimétrica que nos invade, quizá llegue a llamarse eufemísticamente asimetría social, que admitiría, tácitamente, entre otros privilegios de los unos, el no pagar impuestos.

Mientras suena la cacerolada por avenidas y bulevares y tus amigos y parientes jalean las, a su parecer, justas reivindicaciones de los manifestantes, te convences de que estas asimetrías solo se remedian si uno alcanza el estatus de los caceroleros, igual que Lázaro de Tormes decidió «arrimarse a los buenos, para ser uno de ellos». Y más cuando ves, entre la nebulosa del sueño, que el Vicepresidente del impuesto y la Ministra de Igualdad (o de Simetría) abandonan su residencia a rebato de cacerolas para unirse al rumoroso cortejo. Que a agrandes males, grandes remedios.