Hoy me he levantado y he sido incapaz de dar un salto mortal. No creo ser el único que tiene el vicio de comprobar si tiene mensajes en su móvil antes incluso de ponerse las zapatillas. La mayoría de los días no hay nada trascendente y hasta dejo para más tarde detenerme en una lectura más atenta, pero hoy ha sido distinto. Hoy he leído dos veces un mismo mensaje para asimilarlo. Hoy, la muerte no era un número ni una estadística. Hoy, la muerte tenía un rostro conocido, el de alguien tan joven o tan viejo como yo, el de alguien con hijos pequeños, como yo, el de alguien que te solías cruzar cuando el mundo era normal y llevabas a tus peques al cole. No era un amigo íntimo ni de mucho tiempo. Lo conocí hace unos cinco años. Desconozco si el coronavirus ha influido en el fatal desenlace, porque ya antes de su irrupción le habían diagnosticado una de esas enfermedades que no le deseas a nadie, que te ponen los pelos de punta cuando te dicen que alguien a quien conoces la padece.

El maldito Covid-19 lo ha ocupado todo de tal modo que, a veces, tendemos a olvidarnos de lo demás. O peor, a ver como normal todo lo que no tenga que ver con la pandemia. Pero no es normal y sigue siendo tremendamente trágico que un chico currante, de pocas palabras y ligeramente tímido, pero siempre sonriente, se vaya así, por la tremenda. Y es inevitable pararse un rato, ante la pantalla del móvil que te ha dado el mazazo, para reflexionar y pensar que hay tantas cosas por las que no merece la pena calentarse la cabeza ni un solo segundo. Y tan pocas y sencillas las que son un auténtico tesoro, que no podemos permitirnos el lujo de despreciarlas ni el más mínimo instante. Porque puede ser menos que eso lo que nos quede. No, no voy de alarmista ni de tremendista, ni siquiera de pesimista. Sólo pretendo plasmar lo que todos sabemos, pero apartamos de nosotros y hasta negamos.

No se trata de pensar durante todo el rato en que podemos morir en cualquier momento, sino más bien al contrario. De lo que se trata es de pensar en cómo queremos vivir cada segundo que nos regala la vida.

Vivimos una nueva realidad con nuevas normas. Nos protegemos con más higiene y molestas y horripilantes mascarillas, cumplimos estrictos horarios de paseo para evitar posibles contagios, para evitar la muerte. Pero, en realidad, debemos acatar y cumplir estas condiciones tan complicadas y hasta inhumanas para aprovechar al máximo el tiempo que pasamos junto a los nuestros. Para aprovechar la vida.

Vamos a dar el segundo paso hacia la nueva normalidad, hacia esta nueva vida que, en realidad, es la misma de siempre para los que podemos hacerlo con los que queremos, aunque tengamos que esperar un tiempo para besarnos y abrazarnos.

Claro que importa que podamos disfrutar de una celebración en familia con una comida en el restaurante de siempre. Claro que importa ese innecesario café que te pides para alargar la charla con un amigo o con varios en vuestro bar. Claro que importa poder compartir una larga y agotadora tarde de compras en las tiendas de al lado de casa o en las del centro comercial. Y claro que importa poder zambullirse en la playa o en la piscina para acabar con el calor inaguantable, aunque haya que mantener las distancias.

También importa ser respetuoso con los demás y cumplir con lo que es bueno para todos, incluso aunque, a veces, tengamos algunas dudas.

Vamos a dar un segundo paso que supone un alivio y nos permite hacer más cosas con los demás. Seamos prudentes, tomemos las medidas necesarias y exijamos a todos que también cumplan. Vayamos con cuidado, con mil ojos y con el miedo y la tensión justa para no dejar que el bicho nos gane terreno. Pero sal, pasea, haz deporte, báñate y vete de compras. Insisto, con el control y el extricto cumplimiento de las normas, pero vivamos. Ese será el mejor homenaje a quienes, por una razón o por otra, no podrán dar este segundo paso. Porque no sabemos cuándo ni cómo llegará el tercer paso. Porque la vida es demasiado valiosa para malgastarla o para tirarla por la borda.

Hoy le pongo cara a la muerte, la de un joven siempre sonriente para el que seguro que mereció la pena vivir. Descansa en paz.