Todos los caminos llevan a Homero. Empezamos el confinamiento en este rincón literario de LA OPINIÓN con la peste en el campamento griego frente a las murallas de Troya. Hoy finaliza, más de dos meses después y cincuenta artículos en el camino, con la vuelta a casa de uno de sus héroes. No el más fuerte, pero sí el más audaz, aquel que logró sobrevivir a la guerra y a los azares de los viajes, los naufragios y el corazón de las bestias que por la noche soñaban con devorarlo. Hablo de Ulises, por supuesto, y de sus derivas por un mundo en llamas y cambiante, con una única idea grabada en la frente y en el mástil de su barco: abrazar a su mujer y a su hijo.

Regresar a casa. Echar la vista atrás y llevar la cuenta de todo lo sucedido. El cuerpo magullado de Odiseo habló de sus hazañas y derrotas. Cada herida en su piel fue el miedo en los ojos de un troyano, un compañero moribundo en la playa. Las corazas de cuero quemadas al sol de los asedios. Tantas cosas que contar que apenas quedan palabras y voz para enunciarlas. La ausencia de los seres queridos como una condena, más cruel que la propia guerra. A todo eso nos enseñó a hacer frente el rey de Ítaca.

Nuestra Troya aún sigue ardiendo. No hemos terminado de contar los cadáveres, que van ocupando sus tumbas silenciosas (el dolor no admite distancias de seguridad) y ya hemos inaugurado su monumento conmemorativo. Las mascarillas se imponen en nuestro devenir diario, las mismas que hace unas semanas eran contraproducentes (Simón dixit) y que ahora dibujan la fisionomía de nuestros amigos bajo amenaza de sanción económica. Hemos convertido en sospechosos los rincones de nuestra cotidianidad: el bar de la primera copa de vino, el quiosco de la esquina, el parque donde llevar a los niños y la iglesia en los domingos. Ahora la vida ha borrado la seguridad con la que acudíamos a las calles y llenábamos las plazas.

La resaca de la pandemia será larga. Arrastrará consigo negocios, familias que dependen de un sueldo ya exiguo. También traerá frustración, el peor de los sentimientos. Vidas interrumpidas sin previo aviso. Camas vacías y despedidas que no llegaron a pronunciarse. Y un sentimiento general de que todo esto se podía haber evitado en gran parte, que los que nos gobiernan estaban ocupados en ideologizar las calles y el Código Penal cuando el virus ya campaba a sus anchas por los autobuses y las residencias de ancianos. Que cuando Italia pedía auxilio al mundo nosotros llenábamos los bares. ¿Recuerdan? Una simple gripe. Un constipado.

Ulises dejó Ítaca con la promesa de una guerra corta y una vuelta placentera. Veinte años le costó vencer a la peste, a Troya y a los mares. Regresó a casa por fin. El que escribe aún sueña con poder pisar Murcia. Pendiente del BOE de turno, ha izado velas, sin los vientos favorables que sí soplan en el País Vasco. No le engañarán cuando en unos meses le digan que nada de esto tenía solución. De Troya a Ítaca ha muerto demasiado gente.