La luz de las farolas prolonga un poco más el destello violeta de las jacarandas en la plaza y llega hasta nuestra terraza, donde hemos encendido una vela y colocado sobre la mesa los posavasos elegidos cuidadosamente en recuerdo de los viajes que hicimos juntos y que hoy parecen formar parte de otro mundo.

Suena el timbre y en el interfono sus caras se ven tapadas con mascarillas, como si fuera la típica broma del reencuentro, el guiño a una excentricidad que uno reconoce con ironía. En la imagen ellos se arriman a la puerta para protegerse de la lluvia fina que ha empezado a caer a última hora después de una tarde de truenos. Abro la puerta y retrocedo unos pasos para verlos aparecer. Mis hijas se unen a la espera y al cabo de unos minutos también mi mujer, que nos sorprende ya a todos congelados en el umbral. Nuestras miradas se han reconocido por encima de las máscaras, pero los cuerpos no saben qué hacer. «En los rituales el cuerpo es un escenario en el que se inscriben los secretos, las divinidades, los sueños», dice Byung-Chul Han. Todo el horror del miedo acumulado y, sobre todo, la sombra de algo roto, atenazan los brazos, las manos, nos hacen girar sobre nosotros mismos, como si unas cadenas invisibles, al tensarse, nos dejaran a unos palmos del beso. En ese instante de incomprensión se hace palpable el peligro, puedo sentirlo en el espacio de dos metros que llena de una triste impotencia el pasillo.

En situaciones como esta puedo notar muy dentro el sabor amargo de la nueva normalidad hacia la que vamos ciegamente y que a todos los niveles significa la tentación de sacrificar lo que nos hace humanos, aquello que todavía habíamos sido capaces hasta ahora de conservar, a duras penas, en una sociedad cada vez más inhumana, el inocente y espontáneo ritual de los abrazos, el signo de la amistad.

El miedo es corrosivo, es como un veneno que puede penetrar hasta el último rincón de nuestras vidas y es más peligroso cuando lo hace camuflado en las exigencias de la supervivencia. El miedo genera desconfianza y no hay nada más destructivo para la amistad, que es todo lo que necesitamos ahora si de verdad nos queda algo de esperanza por mejorar el mundo. Ahora que estamos venciendo al virus en los hospitales no podemos permitir que su sombra destruya nuestras vidas aislándonos unos de otros, haciendo de nuestras ciudades lugares fríos, poblados por cuerpos que van olvidando los secretos, las divinidades y los sueños que nos acercan.