Los vivos siempre hemos sentido fascinación por los muertos. Los hemos hecho hablar, incluso años después de que desaparecieran. Nuestras casas se llenan de fotografías de tiempos mejores al igual que los romanos esculpían figuritas de barro que representaban a sus antepasados. Los llamaban lares y protegían la casa y a sus habitantes. Les encendían velas y conversaban con ellos en fechas indicadas. El recuerdo de los muertos inunda la vida de los presentes, incluso la desplaza, en el pasado y en la actualidad.

En estos tiempos de pandemia los muertos han sido tan numerosos que las cifras oficiales no bastan para contarlos. Si hay un golpe que digerir en esta crisis sanitaria, por encima de las disputas políticas y la deficiente gestión, es el escándalo de los muertos. Se acercan a los 30.000, con sus nombres y apellidos, sus historias mínimas y sus funerales solitarios y en silencio, sin familiares a los lados acompañando el ataúd, salvo si fuiste Califa en Córdoba. Los muertos no se velan. Cruzan esa laguna Estigia del hospital al cementerio en silencio y solos, mientras los familiares esperan en casa, en la intimidad de los salones vacíos y en la distancia de los demás seres queridos, aferrados a una fotografía.

Sin poder reunirse para ejercer el derecho más íntimo de todo ser humano, llorar la ausencia, los españoles están demostrando un acto generalizado de paciencia y resignación. Pareciese que morir durante el confinamiento diluye el dolor y lo amortigua. Un ejemplo lo encontramos en todos los políticos y periodistas que celebran que «hoy, tan solo han muerto 250 personas». Pero es un espejismo. Este dolor genera rencor. Y es justo que así sea.

Edgar Lee Master dedicó su vida a escribir sobre muertos. Hace más de un siglo, en 1914, compuso una obra magistral titulada Antología de Spoon River. Era simple y llena de sensibilidad. Inventó un pueblo en el estado de Ilinois y le dio voz a sus habitantes más ilustres: los ya enterrados. El libro es un recopilatorio de más de 250 epitafios en los que los fallecidos hablan en primera persona, se recriminan aspectos de sus vidas pasadas, amores y engaños, peleas y anhelos. Los muertos se convierten en una materia viva. Sus palabras forman una cotidianidad cercana a la nuestra. Advierten al viajero que los visita y extrañan también a los vivos que están por llegar. La colina es el cementerio del pueblo, la parada obligatoria y eterna de Spoon River.

En España ha costado dos meses declarar el luto nacional, tras miles de muertos y las morgues a rebosar, de una punta a otra del país. Cuando todo esto pase habrá que escuchar a los muertos. Sus historias inacabadas e interrumpidas abruptamente por la enfermedad. Hablarán ellos, desde las colinas de nuestras ciudades. Tal vez así descubramos que no hay nada que celebrar ni motivo alguno para estar orgullosos.