Amadeo de Saboya, después de menos de dos años intentando ser Rey de una España atareada en lo suyo (principalmente, aventarse las tripas navaja en mano), y ya cansado de recibir leches a diestro y siniestro decidió tomar las de Villadiego con una sentencia: «Si al menos los enemigos de España vinieran de fuera€ pero los únicos enemigos de España son los propios españoles». No sé qué hubiera sido de nuestro querido país si hubiera reinado el bueno de Amadeo, pero visto lo que tuvimos después de su marcha, no creo que nos hubiera ido peor. Hoy, su sentencia demoledora sigue siendo una verdad como un puño.

Llevo cinco años en política activa y venía sospechando que algo chirriaba. Y mira por donde durante la pandemia (habrán sido los días de confinamiento, que dan para mucho) me ha sido concedida la gracia de la clarividencia. Dicho de otro modo, se me han abierto las entendederas sobre qué es lo que chirría.

Como diría aquel: hemos equivocado el 'conceto' ¿Saben cuál es el verdadero error? Pues que los políticos españoles llevamos siglos centrándonos en los efectos colaterales que producen en nosotros los problemas, en lugar de centrarnos en los problemas en sí.

Nos importa más qué consecuencias va a tener sobre nuestras posibilidades de alcanzar o mantener el poder un problema, que buscar las soluciones objetivas y claras a cada situación con la que debemos enfrentarnos. Y, claro, la pérdida de energía y tiempo es trágica. No es de extrañar la percepción de inutilidad que pueden percibir los ciudadanos de unos representantes políticos que lejos de mejorar sus vidas, dedican el tiempo a construir estrategias propagandísticas para conseguir alcanzar el poder o mantenerse en él, a base de bolas del tamaño del Peñón de Gibraltar.

No crean que todos los políticos son iguales: hay quienes sí son capaces de centrar la mira en la diana y trabajan para acertar en las soluciones. Pero en la mayoría de los casos, a su alrededor hay tanto ruido y empujones de sus 'compis' que siguen centrados en paliar los efectos sobre sus aspiraciones personales o de partido, lo que hace muy difícil el trabajo de los que sí tienen el 'conceto' meridianamente claro. Al final, como casi siempre, esta gente aguanta por pura responsabilidad, intentando avanzar pasito a pasito frente a un ejército de incapaces de distinguir entre lo superfluo y lo prioritario. Ni lo conveniente es siempre lo correcto, ni lo correcto es siempre conveniente; pero debemos tener claro, muy claro, que lo correcto debe ir siempre por delante de lo conveniente.

Cuando estudiaba en Valencia, tenía un compañero de piso, Rafa, que tenía la costumbre cuando veía una escena de amor, de fraternidad y de paz pastelosa sin fin, de quedarse mirándola un rato y al cabo soltar: «Qué felices son, qué asco me dan», sin duda expresando su envidia por lo que veía tan lejos de él mismo, aunque estoy seguro que lo decía con ironía.

A mí me dan ganas de decirlo cuando pienso en Amadeo: "Qué hábil fuiste, Amadeo, qué asco me das».