Es tentador recurrir a desgracias pasadas para intentar entender las presentes. Tal vez la sociedad aún no ha comprendido que nada volverá a ser igual, al menos en un corto plazo de tiempo. Cambia la forma de relacionarnos, desde el saludo más elemental a la confianza en el amigo con el que antes compartíamos vaso. Las cenas se han vuelto sospechosas. Los parques infantiles son reductos donde el virus se esconde, vestido de tierna infancia pero igual de letal que en un laboratorio. Nos hemos visto despojados de nuestras costumbres. El manosear los libros en una librería. El lavado de pelo en una peluquería. Incluso el palpar la fruta antes de comprarla, como si la cogiésemos directamente del árbol.

Que el mundo a nuestro alrededor iba a ser distinto al de hace unos meses es la peor de las variantes de la pandemia. Como una fuerte marea que ensucia la playa, las consecuencias son nefastas para todo lo que nos rodea. Observamos un panorama manchado por los nuevos hábitos, basado en la desconfianza y a cada paso nos topamos con una realidad que nos recuerda que la vida que disfrutábamos en el pasado se nos ha escapado de las manos. Una de las primeras tareas del individuo que abre los ojos tras el confinamiento es aprender a convivir con el miedo.

Saber encontrar espacio a las dudas con el suficiente equilibrio para no enloquecer. Es curioso que en nuestra época de progreso sean los miedos medievales los que dominen el panorama y rijan nuestras vidas. El ser humano no puede escapar de su finitud.

Es lo que nos recuerda en cada página Svetlana Alexiévich en su célebre Voces de Chernóbil. Su libro no es una crónica sobre el desastre nuclear que remató a la moribunda Unión Soviética. Es mucho más. Son los testimonios, como un coro de voces, de todos aquellos que despertaron al día siguiente, cuando ya se fueron las cámaras de televisión y Chernóbil dejó de ser portada en los periódicos. La 'nueva normalidad' a la que se enfrentaron, también con sus neologismos absurdos. Sus vidas despojadas de ellos mismos, conviviendo con la enfermedad y la mentira de aquellos que le prometían recuperar su pasado, como si todo no se hubiese borrado de un plumazo. El abandono de una ciudad, Pripiat, que de la noche a la mañana se vació y que años después no espera más habitantes que los perros salvajes y el aire contaminado.

También en nuestras ciudades hay casas que se han quedado vacías. Espacios en la mesa del comedor que no volverán a llenarse. Listas de espera menguadas. El futuro que afrontamos es incierto, pero a todas luces peor que nuestra pasado. Va siendo hora de que entre tantas comparecencias alguien nos lo diga bien claro.

Las crónicas del mañana describirán cómo poco a poco nos fuimos imponiendo al virus. O al menos, a convivir con él.