Jesús de Nazaret fue ejecutado por el procurador romano con una inscripción que determinaba la causa de la condena: «Jesús de Nazaret, rey de los judíos». Con dicha inscripción quedaba evidente el crimen de lesa majestad cometido contra el Imperio, pues es él y solo él quien pone o quita reyes y Jesús era un pretendiente a usurpar el poder romano en Judea. La inscripción no rezaba «Jesús de Nazaret, pregonero del amor universal», o «Maestro de la ley», o «Hijo de Dios». Estos títulos no habrían merecido el castigo supremo de los romanos, pues a ellos poco les importaban las cuitas internas de sus dominados, siempre que no afectaran a su soberanía. Por tanto, este dato es, probablemente, el más seguro de la vida de Jesús: fue ejecutado en la cruz, aplicando la mors agravata, que dedicaban los romanos a los sediciosos. Mediante este dato podemos reconstruir en los evangelios los elementos de verosimilitud histórica. El criterio interpretativo es: todo lo que sea coherente con una ejecución en cruz es probablemente histórico. Con este criterio podemos afirmar que los episodios donde Jesús se enfrenta al poder de una u otra manera son episodios de la vida de Jesús. De esta manera, las diatribas con el Templo, donde los poderosos de los judíos administraban la vida de Jerusalén al servicio del poder extranjero, o las polémicas contra Herodes («id y decidle a ese zorro€»), delegado del poder romano en Galilea, deben ser consideradas causas de la muerte de Jesús y, por tanto, episodios históricos.

Uno de los ejemplos de oposición al poder en la vida de Jesús es su crítica constante a los que les gusta llevar largas vestiduras y viven en los palacios de los reyes, contra los ricos y los satisfechos, contra los que banquetean alegremente mientras el pueblo pasa necesidad. Contra estos el juicio es severísimo, pues el pago que les espera es el «crujir y rechinar de dientes», en oposición a quienes sufren hambre, sed, enfermedad o persecución; de estos es el Reino del que Jesús es presentado como rey y la causa de su ejecución.

Durante largos siglos la Iglesia olvidó esta constante de la vida de Jesús y se acomodó en los palacios, gustando las largas vestiduras y las reverencias en las plazas, los títulos honoríficos y las glorias de 'este mundo'. Por eso, todas las reformas en la Iglesia se encaminaron a eliminar la vida corrupta que traiciona el núcleo del evangelio: El monacato fue la reacción primera a una Iglesia aliada del poder y, andando los siglos, San Francisco propugna la vuelta a la sencillez del evangelio sin glosa, a la pobreza de Cristo y al abandono de los palacios y las largas vestiduras.

Quizás sea un signo de los tiempos que esta crisis del coronavirus haya cerrado los palacios vaticanos y promovido la austeridad sacramental. Abandonar los palacios será el signo de la conversión y la reforma efectiva de la Iglesia.