Oigan a Larra, que confiesa, como eco de sus compatriotas, que «pasa haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, las siete o las ocho horas seguidas»; y añade que luego se arrastra a la tertulia diaria hasta que dan las doce o la una de la madrugada. Ya lo dijo aquel personaje de Galdós: «Madrid sin cafés es como un cuerpo sin alma». Porque su velador elegante o la mesa tosca del aguaducho de mala muerte es la tribuna donde el español decimonónico, en compañía de otros, vomita sus quimeras, despotrica sobre esto y aquello y cambia el mundo, siempre a su manera. E incluso antes, pues algún gracioso contó que «los primeros pobladores del mundo vivían ya en las tabernas».

Abigarramiento, humo, alboroto y escandalera presiden la tertulia literaria, el círculo de conspiradores, la junta masónica, la camarilla de espadones y politicastros, la conjura de muñidores de revueltas y asonadas, la cofradía de pedigones y busconas, donde se confunden los ecos de los discursos aparatosos de quienes hablan y no hacen nada.

Pero vengan conmigo a lo de ahora: la corte de los milagros de los tertulianos ha abandonado el amplísimo salón o el estrecho cubículo para desparramarse en terrazas por calles, pasajes y plazas, por aceras y calzadas, y en forma de chambaos o chiringuitos en playas y lugares de baño, como una marabunta que propaga sin tasa mesas y sillas, instalaciones de música, enormes televisores de plasma, estufas y calefactores, en medio de la algazara de los parroquianos que ocupan tan agradable lugar de día y de noche, que desayunan, almuerzan y cenan en medio de la barahúnda del mundo feliz en que nada nos ocupa ni preocupa.

Y escuchen cómo estos días aciagos de la pandemia la mayor preocupación de hombres y mujeres, de jóvenes y viejos, de parados y pensionistas, alentada por los medios de comunicación, es la desescalada (sic) de terrazas y chiringuitos: fechas y horas, porcentaje de ocupación, número de mesas, distancia y número de ocupantes, modo de servir cervezas y tapas, como si el mundo ancho y ajeno cupiera en este anhelado paraíso para bienestar y felicidad del género humano. Al margen de muertos y duelos, de los millones de desocupados y de las cifras aterradoras de la economía, que se soslayan.

Que aquí soñamos con vivir descansados y gozosos muchas horas; aunque quizá despertemos más pronto que tarde en el registro del paro o en la cola de los comedores sociales. Que los sueños, sueños son.