Son las 10 de la mañana. Provisto de mi mascarilla y de la ropa y las zapatillas deportivas que utilizo para la calle, salgo de mi casa. Justo enfrente, una furgoneta de una gran superficie está descargando la compra que ha hecho mi vecina. Ayer, desde su ventana, me dijo que estaba escandalizada por cómo han subido los productos de alimentación. Los repartidores llevan mascarilla y guantes y dejan las bolsas delante de la puerta. Llega el cartero, se baja de la moto, se pone en las manos alcohol con un spray y mete las cartas en los buzones. El carril de la huerta de Murcia en el que vivo esta desierto y aspiro el aire limpio porque ayer llovió. Las jacarandas están preciosas con sus flores violeta. Paso por delante de una casa muy vieja que está habitada y veo que cerca de la puerta hay unas gallinas y un gallo que canta feliz mientras su harén picotea en el suelo. La casa ocupa un terreno no muy grande cercado por tela metálica.

Al poco, llego al paseo donde la gente sale cada día a hacer ejercicio. Es la hora de los mayores pero hay gente de todas la edades, incluso veo a un niño de unos diez años que va con su padre en una bicicleta. Es un lugar muy abierto, así que unos llevan la mascarilla puesta y otros la tienen en el cuello, en un codo, en la muñeca e incluso observo que un hombre se la ha puesto en la hebilla del cinturón y la mascarilla le cae justo encima de los genitales. «No querrá que el virus le entre por ahí», pienso.

En general, la gente respeta la distancia de seguridad, pero, de vez en cuando, alguien te rebasa por un lado y lo notas demasiado cerca. Yo, ostensiblemente, me aparto. Una pareja de personas mayores va paseando. Ella está pasada de peso y tiene las piernas muy hinchadas. Va cogida del brazo del hombre que se adapta al ritmo de ella, que es muy lento. Cerca de mí, ella se detiene y se nota en su mascarilla que tiene la respiración agitada. «Ay, para un poco, Pepe, que me ahogo con la mascarilla'». Él la mira y le escucho decir: «Vale, descansa un poco, pero tenemos que seguir, que te hace falta moverte'». «Pero si es que no puedo€», se lamenta ella. Los dejo allí hablando no muy alto, comunicándose entre el cariño y el pequeño reproche. «Lo que pasa es que cenas mucho», todavía le escucho decir a él.

En el jardín cercano hay unas barras para hacer ejercicio. Dos hombres jóvenes están allí haciendo elevaciones y flexiones. Se han quitado las camisetas y enseñan sus musculaciones. Hablan entre ellos, y, cuando se bajan de la barra, se muestran uno al otro los bíceps y los tríceps haciendo posturitas. Todas las mujeres que pasan, sin excepción de edad, estado o gobierno, se quedan mirando a los chicos. Una de ellas que va andando con otra le dice algo al oído a su compañera y ambas se ríen con ganas y con una cierta picardía. También los hombres que pasan los miran, pero más de reojo y con menos intención, aparentemente.

Cerca ya del centro de la ciudad el paisaje humano cambia. Hombres y mujeres entran al mercado. Llevan sus carros de la compra. Casi todos ellos tienen en una mano una lista escrita en papel, pero ninguna de ellas la lleva. En las calles, ya hay repartidores de productos para los bares cercanos, que, hasta hace poco, estaban desaparecidos. Paso por delante de una terraza. Hay bastante gente sentada desayunando, unos manteniendo la distancia con sus compañeros de mesa y otros no. Una mendiga, con mascarilla, se acerca a una de las mesas y, a una distancia prudencial, extiende la mano y pide. El hombre que está sentado, se mete la mano en el bolsillo, saca una moneda, se levanta y la pone sobre una mesa cercana que está vacía de clientes y vuelve a sentarse. La mujer la recoge y le da las gracias, desde lejos. Son las nuevas formas de la mendicidad en tiempos de coronavirus.

Por la calle viene un hombre con traje y corbata. Va con una mujer elegante y con tacones. La gente los mira con algo de extrañeza, como pensando «¿a dónde irán estos?». Me paro con un amigo y le digo que mire a la pareja bien vestida: «Quizás vengan de pedir un crédito», apunto yo. «O de concederlo», me dice él.

Y la vida, esta nueva vida, sigue.