Desde su independencia de Inglaterra en el siglo XVIII, y a través de sus casi dos siglos y medio de existencia, los Estados Unidos de Norteamérica han inspirado diferentes sentimientos a lo largo y ancho del mundo: admiración por un sistema democrático que ha permitido desarrollar una serie de contrapesos institucionales inigualable, envidia por un espíritu emprendedor que ha sabido extraer los mejores frutos del sistema capitalista y colocarlo en la vanguardia económica y tecnológica de la humanidad, y también odio por sus comportamientos imperialistas a lo largo y ancho del planeta, especialmente en su patio trasero latinoamericano. Pero lo que nunca había suscitado el comportamiento de los dirigentes americanos hasta la llegada de Donald Trump a la presidencia norteamericana era la pena por un lado y el cachondeo por otro debido a la demencial gestión de la pandemia que azota a sus ciudadanos y, sobre todo, por sus declaraciones públicas al respecto en ruedas de prensa interminables en las que desbarra sin remedio rodeado de colaboradores atónitos al comprobar su ignorante atrevimiento.

Ya sabíamos que Donald Trump era un sujeto peculiar. Su mayor mérito fue haberse hecho con una valiosa marca personal sinónimo de lujo y ostentación, sin hacer ascos a las representaciones más horteras de la cultura popular americana. Su paso por el reality show The Apprentice le dio fama y asimiló su nombre a la del empresario de éxito, cuando la realidad es que había manejado de forma harto incompetente el impulso millonario que había recibido de su padre, este sí un emprendedor de éxito en el sector inmobiliario neoyorkino. Lo único que había conseguido Trump antes de la presidencia, aparte de la fama, eran deudas y más deudas para con sus inversores, a los que engañó, para con la Hacienda americana, a la que escamoteó una fortuna presentando sus cuentas fallidas y para con los bancos, a los que engatusó son con su apellido famoso y con promesas de rentabilidades futuras.

Trump se convirtió en un auténtico friki, siempre al servicio de la prensa amarilla americana (en la prensa seria y financiera nunca tuvo un hueco hasta su carrera presidencial) a cambio de espacio en las portadas y que su nombre fuera asociado con todo lo que oliera a festivo y glamuroso en la más rastrera acepción de estos términos. No es de extrañar así que acabara organizando desfiles de Mis Universo por el ancho mundo, único emprendimiento en el que se le reconoce cierto éxito empresarial y económico. Por otra parte, fracasó estrepitosamente en sus negocios de juego en New Jersey, en su intento de rentabilizar unas líneas aéreas que apenas subsistieron un año, y en sus iniciativas de formación privada que terminaron con varias sentencias por fraude a favor de alumnos que habían desembolsado astronómicos fees para unir su futuro profesional al apellido Trump.

El problema es que todo ese juego de espejos, de mentiras, de pactos y negociaciones, ha conducido a Trump, vía unas elecciones presidenciales que perdió frente a Hillary Clinton por tres millones de votos pero ganó debido al casposo sistema de electores que caracteriza al proceso electoral norteamericano, hasta su nivel de incompetencia. Este consiste en estar al frente de una Administración que tiene que enfrentarse a una pandemia de proporciones catastróficas que pondría al más sensato y brillante presidente americano (ese fue sin duda Obama) al borde del ataque de nervios, cuando no a un niño de papá con múltiples fracasos de gestión a sus espaldas como Donald Trump.

Después de poner en marcha una política económica poco ortodoxa por populista (echando más combustible al sistema en forma de liquidez y rebajas fiscales a una economía ya de por sí muy endeudada y recalentada), a la búsqueda siempre de favorecer los intereses de los ricos financiadores y de los votantes de los estados claves que le habrán de renovar su confianza y otorgarle un segundo mandato, Donald Trump se está enfrentando ahora a un problema real e ineludible de proporciones gigantescas para el que no existen salidas fáciles como las que acostumbran a proponer los políticos populistas.

En este caso le han fallado sus instintos de forma estrepitosa, al convertir las ruedas de prensa diarias en una exhibición manifiesta de su profunda ignorancia de cualquier tema que no sea él mismo, acendrada construcción de su narcisismo patológico. En concreto, pasará a la historia como uno de los momentos cumbres de la ignorancia y estupidez humana la digresión en una de estas comparecencias acerca de beber líquido desinfectante o inyectárselo por cualquier orificio del cuerpo con el fin de acabar con el molesto patógeno que ya ha causado más de 80.000 muertes en Estados Unidos y, lo que es más grave desde su punto de vista, amenaza sus posibilidades de reelección. Un segundo mandato que una revista médica de prestigio mundial como The Lancet califica de enorme riesgo para la salud de los norteamericanos en el editorial de su última edición.

Tan solo ver el vídeo de su intervención es ya de por sí impactante, sobre todo por el contrapunto cómico de la cara que va poniendo al hilo de la digresión sobre el desinfectante su experta en la materia, Deborah Birx, capturada en un movimiento de acercamiento y cierre del plano por un atento cámara que no se podía creer estar rodando el documento histórico que le iba a lanzar al estrellato del periodismo audiovisual. Excuso decir la explotación sin compasión alguna del momento por parte de los conductores de los late night de la televisión norteamericana y, por supuesto, por las estrellas del stand up en programas como Saturday Night Live, con su protagonista sin discusión de las últimas temporadas Alec Baldwin, en un sketch en el que encarna a un Donald Trump salpicando su incoherente discursos con lingotazos de lejía.

No sabemos si tendrá éxito la última artimaña de los estrategas que prestan su inteligencia persuasiva a la campaña de reelección de Trump. Esta consiste ni más ni menos que en negar que la cifra de muertos producida por la pandemia sea real. Una vez más, Trump hace honor a la estrategia involuntariamente desvelada por su primer director de comunicación, Sean Spicer, ante la evidencia proporcionada por las cámaras de la televisión norteamericana acerca de la menguada asistencia a su toma de posesión. Una estrategia brillantemente resumida en esta histórica frase digna de figurar en el frontispicio de un hipotético templo dedicado a la manipulación informativa: «Estos son sus hechos „respondió a la pregunta del periodista en relación con las imágenes en cuestión„ pero nosotros tenemos otros».