Apenas hace cien años Haití se encontraba lejos de las catástrofes naturales y humanas que han sentenciado, hoy por hoy, el futuro del país; la selva y las montañas, actualmente deforestadas, se mostraban en su enigmática grandeza como refugio de dioses, demonios y de venerables anacoretas del vudú que vivían aislados en sus santuarios perdidos, ocultos por los bosques y la orografía, donde se celebraban rituales sagrados sin que sus participantes hubieran visto a un blanco durante años. Aquellos misteriosos senderos podían llevar años sin ser transitados ante el temor de que, trazados por algún demonio, no condujeran en realidad a ningún rincón de este mundo, capaces como eran de convertir al caminante en un ser errabundo por terrenos ignotos sembrados de amenazas. Procesiones, peregrinaciones o pequeños intercambios comerciales entre aldeas vecinas, tenían el sabor de un viaje donde era posible tanto la aventura y el peligro como en el encuentro con algún dios desconocido.

Así era el Hatí en que vivió William Seabrook, eterno buscador de la verdad, escritor y peregrino místico incansable, cuando en 1929 publicó La isla mágica y mostró al mundo una isla maravillosa, marcada por la inestabilidad política endémica, la ocupación extranjera y la omnipresencia del vudú, aquella religión sincrética haitiana de raíces africanas y considerada demasiadas veces una vulgar superstición, una forma degradada de magia negra consistente en rituales sangrientos y obscenos.

De su mano proceden los primeros testimonios modernos sobre zombies. En efecto, junto con el miedo extendido a la profanación de cadáveres, Seabrook documentó la creencia en personas muertas que eran arrancadas de sus tumbas con artes mágicas para para ser empleadas como mano de obra esclava. Los desventurados así resucitados no recordaban nada de su vida pasada y no eran conscientes de estar muertos; sólo si se les permitía comer carne o sal recordaban su condición de cadáver viviente y ya no obedecían a quienes les habían encantado, pero tampoco deseaban volver a su vida anterior sino que pugnaban por regresar a su sepultura y una vez allí se descomponían al instante.

Seabrook, enamorado de Haití, de su cultura y de su particular idioma (el francés criollo con no pocos elementos de lenguas africanas), se esforzaba constantemente por comprender la grandeza de un pueblo al que admiraba y de los paisajes en que vivía; se interesaba por sus rituales y su cultura a través del contacto directo con la gente, con innumerables conocidos y amigos que le enseñaban, que le hablaban que le contaban historias de los dioses de antaño siempre familiares a todas las gentes de Haití, hasta dar el paso decisivo e iniciarse realmente en los arcanos ancestrales. Quizá fue el primer hombre blanco, converso, presentado ceremonialmente al dios Legba.

En muchos aspectos Haití aparece en su obra como un Olimpo salvaje en donde dioses y demonios discurren a sus anchas. El trato con sacerdotes y sacerdotisas isleños familiariza al autor con nombres de divinidades antes desconocidas: como Legba que puede invocarse con un melodía; Damballa, el dios serpiente que muere y resucita; Ti Malice, astuto personaje protagonistas de los cuentos, tramposo y artero «tan astuto como malvado», y de Bouqui, su víctima; Papa Nebo (el dios hermafrodita de la muerte) o reyes mesiánicos como el desparecido Solouque, que algún día regresará triunfante para imponer su dominio.

En cierta ocasión, Seabrook, testigo privilegiado de tantas maravillas, asistió a la visita de un dios encarnado que se había apoderado de un cuerpo para presentarse ante todos y gozar de los ritos de hospitalidad practicados en honor de la divinidad en tanto que no abandonara a la persona que lo albergaba; también fue observador excepcional de rituales nigrománticos prohibidos por las autoridades y desaprobados por la mayoría de la población. Aprendió igualmente la fabricación de amuletos para magia negra con partes robadas de cadáveres. Con autenticidad y maestría describió una danza orgiástica, acompañada de cánticos rituales extáticos e improvisados de los que tomó buena nota y que hizo rememorar al autor la tragedia griega de Las Bacantes o las fiestas saturnales de la antigua Roma en un hermoso pasaje en el que se relacionan las pulsiones primordiales dionisíacas y sexuales del hombre con el nacimiento de la música y que no hubieran desagradado a Nietzsche en el momento de escribir El nacimiento de la tragedia.

La estancia en Haití fue para Seabrook el momento más espiritual de su trágica vida, marcada por el encuentro con las fuerzas originarias de la naturaleza y su manifestación a través de una religión fascinante que se presentaba como una embajada enviada desde tiempos lejanos, un alma colectiva no tanto primitiva o arcaica como eterna e intemporal. Desgraciadamente para él ni la espiritualidad de una religión ancestral ni el ejercicio de la literatura ni la fama que le proporcionó pudieron salvarlo de sí mismo y de sus impulsos autodestructivos. En septiembre de 1945 la persona atormentada que era este notable escritor, viajero entre mundos diversos, acabó quitándose la vida.