Hubo un tiempo en el que el hombre era libre y se bastaba por sí mismo para sobrevivir. Pienso en cómo habríamos afrontado esta pandemia hace cuarenta años. Seguiríamos asomados a la ventana como ahora. Las preocupaciones esenciales no cambiarían en exceso. Las llamadas telefónicas serían más selectivas tal vez. Un teléfono por casa, en el mejor de los casos. Familias más numerosas. Un televisor. Si me apuran, incluso más libros que ahora. Pero en todos los hogares sentiríamos la ausencia, no sin cierto alivio, de los ordenadores. Estaríamos más aislados y nuestras vidas no se habrían convertido en subsidiarias de los teclados y las pantallas. El teletrabajo no sería más que una novela de ciencia ficción.

La tecnología nos ha convertido en súbditos. Como Fausto, vendimos nuestra alma al diablo de lo virtual. Nos ofreció todo. El mundo en un click, la información masiva a golpe de vista, el tiempo en California y los reyes de la dinastía Habsburgo, fotografías de Roma y playas paradisíacas al este de Vietnam. Películas y series, libros infinitos, todo tipo de música. Conversaciones itinerantes. Hasta nos descubrió el amor y el sexo a través de la pantalla.

El porno y el amor, confundido en una aplicación de citas a ciegas. Pero eso solo representa el lado amable de la moneda.

El centinela es una cuento de Arthur C. Clarke publicado en 1951 que sirvió de base para 2001: una odisea en el espacio, de Kubrick. Tras el estreno de la película, Clarke rehizo el cuento y lo convirtió en novela. El argumento ya es un clásico de la ciencia ficción: una expedición espacial se ve envuelta en una situación crítica. Son cinco pasajeros más Hal 9000, el sexto tripulante, una computadora encargada del mantenimiento de la nave. En cierto momento, Hal 9000 se rebela contra sus compañeros y abre las puertas de la nave para asfixiar al resto de la tripulación. Las máquinas se alzan contra su creador y lo superan.

Tal vez estemos en ese punto. El teletrabajo, en muchos casos, no se queda atrás de la mente de Clarke. Y a la gente ya no le hará tanta gracia. Durante estos días de confinamiento hemos comprobado cómo el mal funcionamiento de una aplicación informática alteraba el horario de toda la jornada. Y el humor, claro. Un documento equivocado enviado a la persona errónea. Un vídeo deslizado por error en una red social. Una partida presupuestaria que arroja datos incómodos. La lista de mensajes comprometidos de un amante. Y pasan las horas y nos damos cuenta de que el ordenador es la parte más importante de nuestras vidas, que el confinamiento nos ha atado a sus teclas, que en esta nave que se desliza por el espacio exterior estamos a merced de sus dictados. Somos pasajeros de segunda en nuestro propio barco.