El muy anterior alcalde de Madrid Tierno Galván, en un bando en el que volvía a demostrar tanto su preocupación por la calidad de vida de los ciudadanos como su afán por usar un castellano deliciosamente decimonónico, comunicó a los madrileños que se proponía hacer las máximas «calles de sólo andar» que le resultara posible.

Me gusta esta forma de llamar a la peatonalización, y por mi parte he utilizado más de una vez esta columna para defender que reivindicar la ciudad para el peatón no es ni un brindis al sol ni un vano ejercicio de utopía, sino que lo que es utópico es creer que podemos vivir en pleno siglo XXI con nuestras ciudades protagonizadas por el coche, el ruido y el atropellamiento.

En época de coronavirus, la peatonalidad, y cualquier otra forma de ampliar y hacer más amables los espacios públicos, se constituye como una política prioritaria. En este asunto toca ir a la raíz de las cosas, o sea, ser radical: tenemos que ser conscientes de que las calles no se pueden ensanchar más, y que las aceras no pueden tener más metros que metros tenga la linealidad de la calle, por lo que es imposible que quepan más coches aparcados.

Cualquier escenario que no implique ser valientes y detraer claramente el tráfico del centro de las ciudades significa un error que pagan las propias ciudades y sus habitantes, en forma de más ruidos, más nervios, más accidentes, más contaminación, más embotellamientos, menos sosiego, menos mediterraneidad, menos excelencia turística, menos civilidad, menos calidad de vida, y menos futuro.

La valentía de muchas ciudades de nuestro entorno europeo, e incluso los avances que más tímidamente se dan en nuestro propio entorno murciano, nos demuestra que una política agresiva de 'calles de sólo andar' no sólo es posible sino que es necesaria.

Ya sé que la ciudad que decide avanzar hacia el 'sólo andar' encuentra al principio resistencias sociales, no muy consistentes pero bastante difundidas, que inevitablemente tienen un coste político momentáneo. Los comerciantes o los transportistas, anclados a menudo en argumentos tópicos que no resisten un análisis serio, suelen alzar su voz y oponerse. Sin embargo, al medio o incluso al corto plazo se demuestra que todos salen ganando: el ciudadano mejorando su calidad de vida, el turista realizando una visita satisfactoria, el transportista comprobando que sus pases de carga y descarga funcionan, y el comerciante viendo en su cuenta de resultados que conviene a su negocio que sus zonas comerciales combinen paseo y consumo.

Yo incluso recuerdo cuando hace no tanto tiempo en la ciudad de Murcia había opiniones que dudaban sobre la conveniencia de reservar Santo Domingo sólo para los peatones, ocurrió también con la plaza de la Catedral o en Cartagena con el centro histórico. Y miren qué hermosos y ciudadanos espacios. Y si nos ponemos así, no se nos debe olvidar que por la Trapería murciana pasó durante mucho tiempo un intenso tráfico, aunque fuera de carros y carretas.