Por supuesto que la reflexión de hoy no va con ningún ánimo de crítica para cómo se ha gestionado la crisis coronavírica. A nivel mundial ya se sabe, mal de muchos, consuelo para nadie. Además, aquí, en nuestro país, suele tomarse de dos maneras: si es contra los otros, pues que muy bien, pero si es contra los míos, pues que muy mal. Lo tengo archisupercomprobado.

No damos para mucho más. Polarización pura y dura. Pero no es esto. Aquí, como decía mi amigo el cura, «metámonos tós y sálvese el que pueda». Además, para mi disculpa o para mi condena (depende d’ande soplen los vientos) esta idea se la leí en un extenso artículo a un representante, o funcionario, de la OMS en un periódico nacional. Mi único pecado, pues, es alinearme con su, creo que docta, opinión (así se evitarán los contrarios la molestia de descalificarme como lego en la materia), que quién me creo que soy yo, que qué se yo de estas cosas, que no me documento bien; en fin, ya saben.

Y decía este experto que la pandemia del Cóvid-19, a su entender, no se había gestionado como tenía que haberse hecho, o sea, con agilidad pero desde la serenidad. Y que se ha fallado en ambas cosas. Me explico, o sea, se explica: parece ser que al no reaccionar en su momento y hacerlo tarde, se entró en el pánico, y entonces se obró según el ‘sálvese quién pueda’, y ahora cosechamos los resultados de ello: una crisis económica global donde muchos países, entre los que cita a España como los más tocados, van a quedar seriamente dañados para muchos años, si bien, asegura, en una recesión mundial se nota menos. Ya saben, en el país de los tuertos, los ciegos son menos ciegos. En fin, que el miedo por las consecuencias de no haber actuado con cabeza y frialdad es un mal consejero, y mucho menos en medio de una desbandada.

Aseguraba que, nada más producirse los primeros indicios de casos, y sabiéndose (porque se sabía) de la virulencia de su contagio, se tenían que haber prohibido todas las opciones de espectáculos multitudinarios, de la naturaleza que fuesen, limitar los hacinamientos, cerrar todo lo que conlleve tal opción, control de fronteras y obligar a la población a tomar medidas profilácticas, de protección y distanciamiento, y difundir normas de asepsia llegado el caso, pero no un estado de alarma general que paralice las economías de los países.

Lo explica de otra forma también: de todas las medidas, ir tomando gradualmente desde las de mayor calado y riesgo a las de menor, hasta estabilizar la situación, pero no todas de golpe. Y tests a porrillo para toda la ciudadanía, los positivos, a casa; los negativos, a la calle. Se hubieran conseguido varias cosas: una meseta sostenida con tendencia a la disminución, pero sin picos que colapsan los sistemas sanitarios, un mayor y mejor control de la epidemia, y, casi con toda posibilidad, el no colapso de las economías nacionales. Y repite que una cosa es paralizar parcialmente, por sectores, los de mayor riesgo, y otra paralizarlo todo. Incluso aventura que, al final, las inevitables muertes, poco más o menos, hubieran sido las mismas.

Por supuesto, esto es opinable, pero tiene mucho sentido común. Primero, por no tomar medidas a tiempo, se provoca un estado de pánico, tanto en la población como en los dirigentes, y luego, se paraliza absolutamente el país por efecto de ello. Con todo lo que eso supone en ambos casos: un sistema sanitario desbordado y sin medios (las carencias aparecen en los colapsos) y una ruina económica para todo el mundo.

Aún hoy cuando escribo esto, al borde ya de la I Fase de la remontada (7/5), en LA OPINIÓN leo que aquí se han mandado retirar otras 30.000 mascarillas que no reúnen las mínimas condiciones, y en El País, que en Madrid se estaban retirando también 50.000 tests que no valen para nada. Esto no para. A casi dos meses desde que empezó el baile y aún siguen produciéndose vergonzosos fiascos en la dotación de material sanitario, que más que de hecho parecen de desecho. Pero que están pagándose con riguroso dinero público… «Algo huele mal en Dinamarca», que diría el príncipe Hamlet. Y me perdonen esta digresión, que es un añadido al tema. Aunque viene a cuento, y se carga a cuenta.

Estábamos en el tratamiento de la pandemia. Se podrá argüir con todo derecho que una vez pasado el toro todos son toreros. Sí, es más que posible, si no fuera porque existe un país europeo que lo hizo así, y ha capeado el temporal sin cerrar su economía ni encerrar a la gente en casa. Se trata de Suecia. Allí se reaccionó antes que aquí, cuando apenas rondaban los 800 casos, y aplicaron distancia social, medidas asépticas obligatorias y prohibición de eventos masivos. Tal cual. España reaccionó pasados los 8.000 casos, y obró como Santiago Matamoros: cerrando España. La diferencia en los resultados es demasiado evidente como para no reconocerla. Se puede negar la evidencia, pero solo caben dos cosas: el disimulo y el ‘en toas partes cuecen habas’.

En fin, lo pasado, pasado está. Ahora toca asumirlo y entenderlo, pero sería imperdonable no aprender de las consecuencias. Lo de las vidas humanas, reconozcámoslo, es un recurso demagógico que utilizan todos los políticos, derechas, izquierdas y ultrambos, tanto para atacar, como para defender o justificar. Pero en el fondo, lo que no se quiere de ningún modo es que los sistemas sanitarios públicos salten por los aires. Todo lo que sea asumible también resulta admisible. ¿A que ustedes me entienden? Pues eso.