Sabiduría, experiencia, buenos consejos, grandes muestras de realismo y respeto hacia todas las debilidades humanas, propias y ajenas, que dan años continuados de adversidades. Esos son los elementos que conforman la vida de quien, aún cargado de días, mantiene la activad que el estado de su salud le permite, se muestra útil para sus amigos, su familia y para muchos de sus antiguos compañeros a quienes aún dispensa un tipo de magisterio que supera toda la pericia técnica que pueda prestar cualquier asesor a sueldo.

Esto, que sirve tanto para el humilde artesano como para cualquier trabajador, para abuelos y abuelas de toda época y condición, rige aún más para el servidor público, aquel que ha dedicado su vida a la política en el foro público, en la tribuna de los oradores o en posiciones más discretas en el seno de las instituciones.

Pero hay políticos buenos y malos como hay personas buenas y malas. El tiempo y la edad lo dejan al descubierto. Hay quien, llegada la hora de abdicar del protagonismo, solo demuestra que sus intenciones no fueron llevar la prosperidad a los ciudadanos sino llevarla para sí mismos. Si no pueden estar allá donde se toman decisiones de calado continuarán mientras puedan con dudosos negocios por puro afán de satisfacer unos apetitos ahora desbocados que solo pudieron disimular durante la juventud y la madurez haciéndolos pasar por algún tipo de campechanía franca y lo bastante atrevida para escapar de la tiranía del protocolo. Y así, apartados de cualquier actividad por la que hubieran de dar algún tipo de explicación, se enfangan en placeres vulgares y apetecen ya a las claras todo aquello que antes habían ocultado.

Pero hay también otro tipo de político, otro tipo de persona, que lejos del mando, con rostro arrugado y cabeza llena de canas, logra todavía servir a los demás en función de las fuerzas que va dejando una naturaleza mermada continuamente por la edad. Son aquellos cuyas palabras no quedan desmentidas por sus acciones, y que si bien no permanecen libres del error, no pueden jamás dejar de ser honestos. La prosperidad y el propio beneficio nunca dirigieron sus actos en los días que la gente se levantaba a su paso; y por tanto no tuvieron nada de qué avergonzarse cuando ya no podían repartir favores. A unos les debemos honra; y a otros, evitarlos como si fueran piedra de escándalo.