El señor Kurtz es un personaje misterioso. Charles Malrow embarca desde el Támesis hasta el río Congo para encontrarse con él. Deberá introducirse en una selva profunda, llena de peligros, donde a cada paso la civilización queda más lejos y la razón se torna en locura, hasta desembocar en una masacre mesiánica. El señor Kurtz, comerciante de marfil, se ha ocultado en la selva con cientos de nativos y ha creado una especie de estado paralelo donde él es más que un gobernante. Casi un dios vivo entre mortales. Es el argumento de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, un alegato contra el colonialismo europeo y un ejemplo extremo de la bajeza humana.

En esta España binaria en la que vivimos, el tema que acapara mayor pulsaciones en los debates es la figura de Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias. Como los españoles somos de gustos ancestrales, levantamos el pulgar hacia arriba o hacia abajo, mientras que el señor Simón sale cada día a la arena pública, a lidiar con periodistas y órdenes gubernamentales. Es un hombre que no nació para la política, pero que ahora vive de ella como un náufrago se agarra a un madero en alta mar.

He escuchado durante tres meses las declaraciones diarias de Simón en la televisión. El hombre que representaba la razón (que le faltaba al Gobierno, suponía) y pedía calma ante el descontrol generalizado se ha ido difuminando durante nuestro confinamiento. Fue él quien nos aseguró que en España no habría más de un par de casos aislados, que se podía asistir a la manifestación del 8-M (y no haría nada para evitar que su hijo fuera), a pesar de pertenecer al grupo de expertos de la UE que desaconsejó su celebración semanas antes (y de conocer las cifras reales de contagios); el mismo que afirmó que no serían necesarias las mascarillas. Ese Fernando Simón que ha servido como escudo protector de Moncloa en los momentos más duros, al que hemos visto mutar de un epidemiólogo de confianza, como si hablase la mismísima ciencia, a un político más del corral. Pero la tarea de Simón no es hacer política, sino la de decirnos la verdad.

Las redes se han llenado estos días de personas que declaran su amor a Simón. También su odio. Le han escrito canciones, lanzado besos, dedicado aplausos. Lo utilizan como ariete para derribar los muros del discordante. Publican fotos suyas en África, «venciendo a la malaria» (he llegado a leer), alabado como si fuese un señor Kurtz moderno. A mí me entristece comprobar que un hombre tan válido se contagiase del virus de la política. Muchas de sus ruedas de prensa no responden a otro objetivo. Había otra salida. La practicó Yolanda Fuentes al dimitir en la Comunidad de Madrid. Antepuso su ética a la política. Ella ya se salva sola. No necesita que nadie la rescate.