La ignorancia de la ley no excusa su cumplimiento, dice un principio general que es hoy Derecho positivo. Pero no siempre ha sido así. En el viejo Derecho castellano existía la fórmula «obedézcase, pero no se cumpla» que estaba recogida en el Libro de las Leyes del rey Alfonso X. Era una forma de acatar la autoridad real al tiempo que se ponía de manifiesto su contrariedad con los Fueros, el Derecho local. La fórmula se extendió a las Indias y hay quien ve en ello la corrupción y arbitrariedad de los virreyes. El desconocimiento y la ignorancia tienen consecuencias catastróficas.

La vieja fórmula parece un rasgo de la idiosincrasia española. Alguna vez se ha dicho que en cada español convive un inquisidor con un anarquista, aludiendo a dos arquetipos individuales muy marcados y completamente opuestos. O no tanto, pues Gerald Brenan señalaba la rigurosa moral de los anarcosindicalistas y su parecido con las reglas monásticas de las antiguas órdenes militares.

El rigor del Decreto del Estado de Alarma y de las normas que han desarrollado las medidas durante la crisis sanitaria tienen el claro sesgo de la España inquisitorial, que tanto se parece también a la España del franquismo. Entonces fue una especie de cruzada, no ya contra el comunismo, sino contra todo lo que en España tenía un tinte siquiera liberal, la ideología que marcó el progreso social y político durante gran parte del siglo XIX. Nada que ver, ni parecido, con el liberalismo actual, centrado en los postulados económicos, pero no en los políticos y sociales. Para muchas mentalidades de la época, a flor de piel todavía en nuestros días, la depravación de la II República era también una cuestión de emergencia nacional, como la de esta crisis sanitaria: hay que proteger a la población del virus de la libertad (léase libertinaje en la versión de los liberticidas). Ese objetivo justificaba el exceso en la aplicación de las medidas, la clarísima vulneración de las normas constitucionales vigentes, la aplicación de medidas de excepción en el territorio dominado por los rebeldes y, en definitiva, el uso de la violencia para la consecución de sus legítimos fines. Utilizo deliberadamente el posesivo, puesto que los objetivos eran exclusivamente propios de las fuerzas rebeldes y un gran número de sus seguidores.

La razón de la analogía está también en lo legítimo de los fines: la preservación de la salud de la población, la protección de los más vulnerables y la garantía de ciertos valores que podríamos calificar de sagrados. Nótese que si tomamos la salud en sentido lato, incluyendo la moralidad pública, y señalamos los concretos valores dignos de la superior protección, no hemos cambiado nada. Muchos ciudadanos seguimos las recomendaciones y respetamos las medidas porque entendemos que la renuncia a la libertad está justificada por la causa a la que se sirve, en la seguridad de que la excepcionalidad está acotada dentro de estrictos márgenes temporales. Responsabilidad ciudadana, que no implica renuncia cívica ni ausencia de crítica.

Desde estas páginas he criticado los excesos de autoritarismo, la importante vulneración constitucional que supone esta declaración de alarma y la no menos importante violación de los principios de tipicidad y legalidad en la imposición de sanciones, muchas de las cuales serán validadas por la generalidad e inconcreción de ciertas normas sancionadoras; en concreto la llamada 'ley mordaza' y la configuración del delito de desobediencia a la autoridad del artículo 556 del Código Penal, que permiten la arbitrariedad y el abuso de poder por aquellos que debieran extremar las garantías ciudadanas. La Policía en un Estado de Derecho no está para garantizar el orden, sino el respeto de la Ley, empezando por la jerarquía normativa y siguiendo ese mismo orden: Constitución, ley y reglamento. Por lo tanto, la imposición de conductas y, en el caso subsiguiente, de sanciones fundadas en simples guías o criterios de aplicación, o invirtiendo el orden jerárquico de las normas, supone una clara desviación de poder y abuso de derecho.

Verbigracia: el Viernes Santo, la policía entró en la Catedral de Granada, interrumpió los oficios religiosos y expulsó, milagrosamente sin sanción, a los escasos feligreses que allí se hallaban. Ni la Constitución, que eleva a la categoría de derecho fundamental la libertad de culto, ni la ley, ni el decreto de estado de alarma, que no suspendió tal derecho fundamental, amparan la interrupción y perturbación por vía de hecho de una ceremonia religiosa, conducta penada en el artículo 523 del Código Penal con hasta seis años de prisión.

Pero que sea Vox el que se significa en la denuncia de tal vulneración me produce no sólo perplejidad, sino el más absoluto bochorno, porque la defensa de la libertad religiosa no puede ser patrimonio de quienes más amenazan las libertades conquistadas en el Estado de Derecho. La portavoz de la Policía Nacional se limitó a afirmar en la tediosa rueda de prensa que la ceremonia religiosa no estaba amparada por la normativa vigente en el actual estado de alarma. Quienes debieran ser los garantes de los valores constitucionales y las libertades públicas se convierten en sus verdugos. Si ningún alto cargo del Gobierno ni de la Policía lo entiende, es signo evidente de nuestra escasa formación jurídica y nula conciencia democrática.

El respeto a la Constitución debe alcanzar desde el primer mandatario de la nación hasta el último policía. Puede que para ciertas concepciones aconfesionales y laicas esta noticia sea intrascendente, pero es un error. Si no apreciamos lo más elemental, el peligro no es el coronavirus, sino nuestra ignorancia, porque cuando un pueblo no reconoce los valores solemnemente promulgados, no digo ya la sangre derramada en la larga lucha por conquistarlos, el problema es la inutilidad del esfuerzo de todos nuestros antepasados.

La obediencia de órdenes superiores no justifica una conducta indigna. Cabría preguntarse si tenemos algún mecanismo jurídico que garantice la inaplicación inmediata de una orden manifiestamente contraria a la Constitución y a los derechos fundamentales, una salvaguarda que pudiera invocarse para evitar la detención. Pero en nuestro ordenamiento ya no existe el refugio en sagrado. Martín de Ambel y Bernard, que pidió asilo en sagrado en la iglesia de la Purísima Concepción de Cehegín no habría evadido hoy la acción de la Justicia. Lástima, porque se habría perdido su obra.

La defensa de la libertad religiosa o de culto no es sólo la de los creyentes de un determinado rito y su derecho a celebrarlo, porque para ellos esa fe es un valor primordial. La obligación es igualmente de quien no tiene fe y es, por extensión de cualquier individuo que considere que la vida carece de valor sin aquellos bienes que nos caracterizan como humanos y, sin duda, la libertad es uno de los principales.

Tal vez por no entender esto, la causa de la República se perdió para siempre en muchos hogares de devotos creyentes.