La calle ha cambiado. Es un hecho que no admite dudas. Y al igual que las calles lo han hecho los escenarios del interior de las tiendas, las oficinas, los consultorios médicos, las farmacias o peluquerías. Mejor dicho, quienes hemos cambiado hemos sido nosotros. A marchas forzadas, sin que apenas nos lo impusiera la autoridad competente. Ha sido la realidad, la pura y dura realidad, la que ha actuado como desencadenante de lo sobrevenido. Esa transformación no hay que imaginarla, simplemente hay que verla. Hemos cubiertos con mascarillas nuestros rostros, nuestras caras, nuestros semblantes? y confieren a nuestra vida una sensación de seguridad que apenas alcanzamos a entrever. Es verdad que también hemos envuelto nuestras manos de látex o simple plástico para que las yemas de nuestros dedos se mantengan a salvo del roce con el exterior. Pero lo que tratamos de preservar es algo tan esencial como la faz de los riesgos presentes y futuros. Es lo que ofrecemos al resto de los mortales y lo que nos identifica como seres vivos que luchamos por seguir aquí.

Las máscaras han servido al ser humano para ocultar la cara y esconderse o no ser conocido y, cómo no, para protegerse de algo. Han cumplido unas funciones rituales, sociales y religiosas a la hora de representar personajes, animales, deidades? o establecer vínculos con esas dimensiones externas y, en algunos casos, sobrenaturales, desde que tenemos conciencia de nosotros mismos. Esto es, desde que el hombre es hombre, desde que la mujer es mujer.

Las máscaras han sido físicas, de corteza de árbol, tela, cuero, madera o marfil, pero tampoco ha hecho falta una elaboración artesana de las mismas para que las utilizásemos como primer contacto con el resto de la humanidad y algo más que para ocultar el rostro. Las máscaras que nos ponemos cada mañana al levantarnos nos acompañan a lo largo del día en contextos distintos. Hemos adquirido la habilidad de ir cambiando unas por otras a medida que las necesitamos. Son instrumentos salvavidas con los que jugamos a la hora de desempeñar un rol, un papel, un personaje, una función. Lo hacemos a marchas forzadas.

Ahora conviven con sus hermanas pequeñas, las mascarillas. Son objeto de deseo por el que hemos peleado desde los primeros momentos de la pandemia. Ellas han servido como armas arrojadizas entre contendientes políticos y administraciones varias. Ya sean las producidas en Oriente o aquellas creadas en la reconversión de algunas de nuestras industrias, fruto del espíritu de fortalecimiento de la solidaridad. Da igual el color, da igual la textura, da igual el modelo o si están homologadas o no. Lo importante es que ahora se han convertido en unos elementos imprescindibles en el paisaje surgido con la crisis sanitaria. Han democratizado las calles porque ya seas joven o viejo, indigente o potentado, mestizo o ario, creyente o ateo, soltero o casado, viuda o monja... siempre hay un modelo para cualquiera.

Las mascarillas son el icono de la epidemia por coronavirus. El símbolo palpable de la fragilidad, de la vulnerabilidad. La herramienta imprescindible de este nuevo frente mediante el que la naturaleza ha puesto blanco sobre negro (o negro sobre blanco, da igual) la más evidente de las contingencias. Que el superhombre, que la supermujer, no son, no somos, nada más que pobres mortales lanzados en un hábitat interdependiente que hay que cuidar por encima de todo. Las mascarillas son los tatuajes que nos van a recordar cada día nuestra fragilidad. De que venzan a las máscaras solo dependerá de nosotros.