Desde Grecia, la filosofía se ha vertebrado fundamentalmente en torno a tres ejes sobre los que se ha articulado nuestra reflexión humana sobre el mundo: la pregunta por nosotros mismos y por nuestro cuerpo; la cuestión sobre nuestra relación con los otros, especialmente con aquellos con los que formamos una comunidad política; y finalmente, la interrogación por nuestra relación con el mundo en el que habitamos. Esta triple pregunta sobre nosotros mismos, los demás y el mundo, la encontramos, por ejemplo, en las reflexiones de Platón sobre la belleza, el bien y la verdad. O en las tres críticas kantianas: la Crítica de la razón pura, sobre las posibilidades de nuestro conocimiento empírico del mundo; la Crítica de la razón práctica, centrada en la ética; y la Crítica del juicio, donde el pensador de Königsberg reflexiona sobre la estética y la teleología. Mucho más recientemente, el filósofo francés Michel Foucault seguía articulando su obra sobre estos tres ejes de análisis, al preguntarse por las prácticas de saber (que nos constituyen como sujetos de conocimiento), prácticas de poder o políticas (que nos separan a unos de otros, y nos identifican como cuerdo o loco, enfermo o sano, criminal u hombre honrado, etc.), y las prácticas de sí (en las cuales nos constituimos, por ejemplo, como sujetos de una sexualidad que nos es propia).

No obstante, y como no podía ser de otro modo, esta triple reflexión sobre nosotros mismos, los demás y el mundo, ha sido pensada en cada momento histórico atendiendo a toda una serie de factores ideológicos, políticos, económicos, sociales, que han marcado inevitablemente las condiciones históricas de posibilidad de nuestra humana experiencia del mundo. La reflexión platónica sobre la pólis ideal o el kósmos perfecto, pretendía dar respuesta a interrogantes e inquietudes que acuciaban a la Grecia clásica. Las tres críticas de Kant (y sus escritos sobre la Revolución Francesa) son sin duda un intento de respuesta a las grandes preguntas filosóficas de su tiempo, definido por él mismo como una época de Ilustración. Y de igual modo, las reflexiones de Foucault están irremediablemente conectadas con ese fin de 'los grandes relatos' tan característico de la condición postmoderna de Jean-François Lyotard, con el Mayo del 68 francés o con los nuevos movimientos sociales (feminismo, ecologismo, pacifismo, por la libertad sexual, etc.) de las últimas décadas del pasado siglo.

Ahora bien, ¿qué reflexión filosófica podemos extraer de la actual situación pandémica provocada por el virus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad Covid-19, en relación con esa clásica interrogación filosófica por nosotros mismos, por los demás y por el mundo? A mi juicio, y en primer lugar, las dramáticas consecuencias sanitarias derivadas de la expansión de la enfermedad, especialmente cruel con las personas mayores y enfermas, nos obliga a reflexionar no solo sobre la necesidad de un sistema público de salud más robusto, sino sobre el propio significado y el valor social de los cuidados, y por supuesto de todos aquellos colectivos e individuos que nos permiten sostener nuestras necesidades más básicas.

Nuestro cuerpo, por ejemplo, necesita el cuidado de otros al nacer, requiere de atención en la enfermedad, en la discapacidad, en la vejez, y sin embargo esa necesidad ineludible del cuidado ha sido desprestigiada socialmente o mercantilizada, con las horribles consecuencias desveladas por la actual pandemia.

En segundo lugar, la expansión del virus causante de la Covid-19 nos obliga asimismo a reflexionar sobre nuestra relación con los demás en el plano político, no sólo dentro de las comunidades nacionales gobernadas por los Estados desde principios del siglo XIX, sino a escala global. Como ya señalara el sociólogo alemán Ulrich Beck a mediados de los años ochenta del siglo XX, los nuevos riesgos derivados de la sociedad global no entienden de fronteras, ni de chovinismos obtusos, y atajarlos solo será posible desde una gobernanza global.

Y finalmente, conectado con lo anterior, el virus SARS-CoV-2 es el resultado de una relación insostenible del ser humano con el planeta, de una agroindustria que reduce drásticamente el hábitat de la vida salvaje y los propios sistemas agrícolas tradicionales, de un modelo productivo basado en la depredación de los recursos naturales y de un sistema económico intrínsecamente desigual. Y de aquí, en efecto, la necesidad de reflexionar sobre otras formas de entender el mundo y nuestra relación con el planeta.

Como ha mostrado recientemente el filósofo murciano Antonio Campillo en su ensayo M undo, nosotros, yo. Ensayos cosmopoliéticos (Herder, 2018), ante las nuevas problemáticas a las que se enfrenta la humanidad (el colapso ecológico, las tensiones geopolíticas y la posibilidad del uso de armas de destrucción masiva, etc.) necesitamos como nunca nuevos mapas simbólicos que nos permitan reconfigurar (de nuevo la triple interrogación) nuestra relación con el mundo, con la pluralidad de nuestros semejantes y con nuestra propia identidad personal.

En este sentido, la pandemia de la Covid-19 vuelve a mostrar la absoluta necesidad de repensar ese universo ideológico que todo lo mercantiliza, ciego a las desigualdades e inconsciente de los límites del crecimiento económico capitalista. Ésa es la gran reflexión filosófica que nos plantea el nuevo virus, la gran oportunidad de pensar distinto de cómo pensamos, de imaginar formas diferentes de entendernos a nosotros mismos, a los demás y al mundo en el que vivimos. Hoy, como nunca, nuestra supervivencia como especie depende de ello.